
Me gustan los cabellos ensortijados de la gente. Desde el tímido crespo en la cabeza de mi madre (que también adoro en las muchachas), hasta el de los hombres desconocidos que veo pasar por la calle. Ya tuve 18 años, fue el tiempo de salir de casa, y si alguna imagen ha de representar a todos los sueños que yo andaba persiguiendo ha de ser una fotografía llena de rizos. En aquéllos días (aquellos hermosos días) peleé con papá, me despedí de mamá, no vacilé en empacar ropa y libros... y me fui. Mi vida tenía una maraña de cosas bellas y sin titubeos me largué. Me dejé deslumbrar por esos crespos, los de mis propias esperanzas.
El tiempo los holló, se me hicieron rancios los ánimos (única y exclusiva culpa mía) y va siendo otra vez tiempo de partir. Todo en la situación parece indicármelo, hay que seguir, hay que perseguir nuevas metas, se hace tarde. No es tan fácil despojarse de lo que uno ha construido con sus propias manos y ahora estoy extraviado. A ratos (tan sólo a ratos) no quiero irme, no sé si irme. No es común que me suceda ésto, pero humano soy y, por lo mismo, a algo debía de ser vulnerable. Y esta indecisión me tiene como tienen los perros a los postes del alumbrado de mi acera: orinado, carcomido por la sal y hasta la madre.
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