
y he sentido espanto. Un sudor helado sobre mi cuello y un dolor de estómago que no me deja volver a dormir. Uno comienza a sufrir sin saberlo, a soportar por costumbre, y la mente vuelve a abrirse junto con los ojos. Veo el techo de mi habitación, el rostro de Dios que no existe... la cólera de un sueño olvidado y el recuerdo de mi padre que siempre inflama el corazón. No dejo de pensar; pero el tiempo, misericordioso, deja fluir las horas, tras el ardor de los ojos... el sudor seco y el frío de la madrugada. Me recuesto de lado, sobre el sillón me entretengo con las formas de mis libros en las repisas, en el escritorio... la luz de luna que fenesce por las cortinas. ¿En qué momento me permito, entonces, pensar en la mujer que no tengo? Cuando siento frío... cuando sollozo por mi madre allá lejos, cuando comienza a amanecer y la soledad, como la oscuridad, ya no importa, ni un ápice... y con la cabeza baja y las manos en la espalda, de frente, se va.
Recuerdo. Luego, la vida vuelve a empezar: otro día, algo más, de nuevo las cinco y media de la mañana. Hay que sentarse en este sillón en el que duermo para poder despertar. Me asomo a la ventana, con la misma curiosidad cada vez y me alegran las nubes azules, la promesa de frío matinal, la luz encendida en los cuartos de enfrente. Me alegra amanecer. Me palpo el estómago vacío, dolorido, siento sed. La nostalgia llama a la puerta: la espera de los días... uno espera los días en que el trabajo lleve a Rubén ser alguien, algo... espera, cuando las noches no duelan tanto, algún día... tal fecha en que uno deje de ser tan libre, de estar solo y se emocione, sin el frío, ni el espanto. Uno no sabe si los momentos llegan, Perséfone, si hay que esperar. Mas uno nació desnudo y con el corazón hinchado, para amanecer sólo unos días, mientras llega la muerte después de la vida... y se hable, entonces, de mí, de mis noches y mis días.
*Casa Nacional del Estudiante. Septiembre 14 de 2006. 23:40 hrs.
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