¡Este burro sin mecate que es el pensamiento! Este pensamiento de burro sin mecate. Hablo de la necesidad de ordenarlos (filias mías) linealmente. La necesidad de alimento, la barriga vacía por la tarde y el recuerdo del buen sabor del café. Café, lo que me hizo cerrar la puerta (la que se cae a pedacitos con el viento fuerte y esta mañana de aguaceros intermitentes) y caminar. El domingo olía, hoy, a calle mojada, se veía gris, melancólico, hermoso... aquí, afuera de mi casa, con su frío de agua.
Café en mano, vacío en estómago, decidí entrar. Su calurosa bienvenida y una postura de seguridad tras la barra llamaron mi atención. A la mesa, sus ojos claros hablaban con su voz de un olor, allá, por aquella otra mesa, que le hacía recordar a alguien. Ella y su inquietud al no saber qué producía el olor. Sirvióme la sopa y se fue. Dejé de pensar en la bonita caligrafía del menú fotocopiado (¿quién tendrá estas hermosas letras?), me posé un instante en el jazz de fondo (¿era Oscar Peterson?) y, con un cable en cada mano: el olor y el recuerdo, pasó la corriente eléctrica de uno al otro al conectarlos. Pensaba en mi madre.
Mi hermosa madre yace en la cama de un hospital y tiene dolores... y no estoy ahí.
Volvieron a acercarse sus ojos: en un momento te traigo el postre... calabacitas en dulce (y el amaranto flotando en el almíbar). Me las llevé a la boca, las saboreé con gusto, me agradaron. Y ella, con sus ojos profundos, se alegró. Caminó hacia la barra, hablaba a solas (como lo hago yo para posarme en mí mismo, en uno mismo, 'que es quizá otro desconocido'). Corrió a la puerta:
-¡Qué barbaridad, eres tú!
Un muchacho, sorprendido, le abrazó, le besó la mejilla y sonrió cuando ella le dijo:
-¡Una parte del restaurante huele a ti!
Sonreí: por la imagen en la puerta, por el dulce de calabaza que nunca había probado.
-¡Mira, de él es el olor del que te hablaba!
Dijo ella viéndome con emoción, como si fuésemos dos viejos amigos. Sonreí un poco menos, asentí, porque mi burro sin mecate seguía con mamá. Mi madre, que al responder al teléfono, tras escuchar mis palabras, decía que seguramente le había llamado de tanto pensarme. ¿Había llamado al muchacho al sentir su olor la mujer de la barra?, ¿se muestra así la necesidad, el gusto de ver a alguien ante nosotros? Lo creí, porque no notaba nada extraño en esa zona del restaurante, tan cerca de aquella mesa, pero lo comprendía.
Lo comprendía. El amor hacia una niña (casi adolescente), cuando estuve en la primaria, me había hecho sentir su olor en una de las ventanas de mi casa. Lo comprendía, porque tras un suceso así de extraño uno se queda extasiado todo el día, como cuando sentí la mirada de una muchacha en la Biblioteca de la Facultad y me topé con sus ojos al volverme.
¡Ay, cómo quiero sentir el olor de mi madre este domingo!, ¡ay cómo me gustaría saberla despierta, llamarle con mi pensamiento! Yo debía haber estado junto a su cama, con ella. O ya, al menos, me hubiese gustado (me gustaría) ocupar el lugar del muchacho de gafas que besaba, en el portal del restaurante, unos ojos claros que sentía su olor, una mejilla.

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