Amaneció nublado, las gotas frías aplastadas sobre el cristal de la ventana. Casi logro olvidar la gripa y la tos, pero esta fría y húmeda mañana era la promesa de una recaída. Unos años atrás, hubiera brincado de alegría por un día tan melancólico, sin los cuchillos del sol, pero uno cambia. Salí a la calle de mala gana, puesta la chamarra negra que me cosió mamá... la frente en alto, entregada, desnuda, a las saetas de agua. Sin embargo, "hoy puede ser un gran día", cantó Serrat.Unas cuadras más adelante, encontré un colibrí en el suelo mojado, las alas empapadas y sujetas al asfalto, los ojos directamente hacia mí y el pecho agonizante de quien todo lo ve quieto al vivir de prisa. ¡Mira!, dije a Ulises. Sentí compasión: el animalito debía estar muriendo... y ante tal conclusión, nada que yo pudiera hacer tenía sentido. El índice y el medio de mi mano izquierda, juntos, no vacilaron en apartarse del pulgar. Toqué delicadamente el pecho que, desesperado, se inflaba y desinflaba velozmente. Mi gesto separó sus alas del suelo y éstas cobraron su vitalidad: ¡fiuuuuuuu!... el colibrí voló. Después de todo, estaba vivo, sólo necesitaba un poco de ayuda, nada más.
No aparté el placer que el suceso me dejó entre manos. Caminé rumbo a la Facultad restregando en mis dedos la suciedad del plumaje del colibrí. No oculté mi sonrisa. El día había dejado de ser gris.
Como es costumbre (y casi necesidad), puse café caliente con azúcar en mi boca y seguí bajo la lluvia finita hacia la Biblioteca Central. De más está describir la delicia de los recuerdos, la tranquilidad con que mis pies tomaban y dejaban el pasto... hasta posarme en una mesa, junto a los ventanales grandes y transparentes, donde me dispuse a estudiar. Leí sin prisas, ávido, con gusto, como pocas veces lo he hecho últimamente. Unos ojos grises de mujer me atraparon por un lapso, que, afortunadamente, fue fugaz. Tania, mi alumna, llegó hacia mediodía... siguió una clase común: factorizaciones, gráficas, ecuaciones, todo aquéllo que uno debe saber para entrar a la universidad.
De regreso a la escuela: la comida con Rodrigo, el Seminario, los pensamientos vagos antes de comenzar, las discusiones agradables con los amigos, la promesa de Carlos de enseñarme Topología, el gusto por las Matemáticas que, intermitente, regresa a mí, la ausencia de Valente (que es, aún, un misterio). Luego: el café de la noche, un cigarro y sus castillos de humo en el frío, la lluvia que nunca cesó. Entonces ella, allá, algo lejos, cercana a mis ojos, la hermosa mujer de cabellos traviesos de quien siempre quise saber al menos su nombre. Aquélla a quien siempre quise conocer. Titubeé. Nada me lo impide ahora. ¿Y si ése era el camino a su casa? Puede que no... Seguí su camino (mas no a ella), las busqué, la encontré, se me enredó la lengua, los nervios se apoderaron de mí, casi salía del pecho el corazón. En fin, hoy dormiré con el agrado de haberme visto en sus ojos, con el corazón exhaltado porque ya sé cómo se llama. Después de todo, este colorido día gris fue la mano izquierda que yo necesitaba para poder despegar mis alas del suelo.
No aparté el placer que el suceso me dejó entre manos. Caminé rumbo a la Facultad restregando en mis dedos la suciedad del plumaje del colibrí. No oculté mi sonrisa. El día había dejado de ser gris.
Como es costumbre (y casi necesidad), puse café caliente con azúcar en mi boca y seguí bajo la lluvia finita hacia la Biblioteca Central. De más está describir la delicia de los recuerdos, la tranquilidad con que mis pies tomaban y dejaban el pasto... hasta posarme en una mesa, junto a los ventanales grandes y transparentes, donde me dispuse a estudiar. Leí sin prisas, ávido, con gusto, como pocas veces lo he hecho últimamente. Unos ojos grises de mujer me atraparon por un lapso, que, afortunadamente, fue fugaz. Tania, mi alumna, llegó hacia mediodía... siguió una clase común: factorizaciones, gráficas, ecuaciones, todo aquéllo que uno debe saber para entrar a la universidad.
De regreso a la escuela: la comida con Rodrigo, el Seminario, los pensamientos vagos antes de comenzar, las discusiones agradables con los amigos, la promesa de Carlos de enseñarme Topología, el gusto por las Matemáticas que, intermitente, regresa a mí, la ausencia de Valente (que es, aún, un misterio). Luego: el café de la noche, un cigarro y sus castillos de humo en el frío, la lluvia que nunca cesó. Entonces ella, allá, algo lejos, cercana a mis ojos, la hermosa mujer de cabellos traviesos de quien siempre quise saber al menos su nombre. Aquélla a quien siempre quise conocer. Titubeé. Nada me lo impide ahora. ¿Y si ése era el camino a su casa? Puede que no... Seguí su camino (mas no a ella), las busqué, la encontré, se me enredó la lengua, los nervios se apoderaron de mí, casi salía del pecho el corazón. En fin, hoy dormiré con el agrado de haberme visto en sus ojos, con el corazón exhaltado porque ya sé cómo se llama. Después de todo, este colorido día gris fue la mano izquierda que yo necesitaba para poder despegar mis alas del suelo.
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