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Lo he pensado con mucha seriedad: quiero de vuelta mi bicicleta. Sí, lo sé, la que casi se despedazaba cuando la traje de San Pablo. Sí, la de los tacos de canasta, a decir de mis buenos amigos... La bicicleta de panadero, cuando la veían empolvada con aserrín de la carpintería de Don Gonzalo (donde vivía entonces). Sí, con la que yo repartía cartas (a decir de Ella) en el vecindario. La bicicleta por la que tuve problemas con la vecina de enfrente, porque una de las llantas prescindió de una de sus macetas. Aquélla que fue objeto de tantas burlas... la quiero de vuelta. No pude traerla conmigo en la mudanza, pero mientras lo pienso, me preocupa que tal objeto ocupe con tanta obstinación mi mente.
Algo habrá sido bello con ésa bicicleta, razón he de tener para quererla con vehemencia. Quizás fueron los sustos que regalé a los peatones, cuando tocaba el timbre para decirles : ¡aguas, va el diablo! Probablemente el viento en la frente y las mejillas, la chamarra suelta a placer, los libros apretujados en la parrilla, los pantalones enlodados y los perros que nunca me alcanzaron. No, ésa sensación no fue tan bella como uno de los días lluviosos en Ciudad Universitaria, de aquéllos que dejan Las Islas sin caminantes, atraídos por los techos de la Facultad de Derecho y demás refugios alrededor... Ambos íbamos en esa bicicleta, Ella detrás de mí, sosteniendo un paraguas, yo mordiéndome el labio del frío y pedaleando sin parar. Sublime el momento en que la gente nos señalaba desde la seguridad de su refugio. Imaginé siempre lo que dirían: ¡mira a ese par de locos!... Extraño ésa bicicleta negra porque en uno de esos frágiles días, uno de esos grises y somnolientos días estuve muy cerca de Ella... y fui feliz. Ella siempre me recordó a su padre cuando la llevaba en bicicleta a la escuela y ésa es de las comparaciones que halagan, de las que me hacen recordar que hay heridas en mi pecho que aún laceran mi corazón.
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