Cuaderno de sentimientos diabólicos
varios, propios y ajenos,
en este constante pedalear por la vida...



30 ago 2010

El delirio

Cada frío matinal le dejaba en las mejillas el sabor azul de todos los días. Su cabello largo, las manos en sus bolsillos, la mochila sobre sus hombros. Atado a sus pasos, un montón de pensamientos que desde hacía 3 meses la hacían sentir, digamos… la hacían sentir, ¿cómo decirlo?... ¡irreal!

Su nombre (pensaba) reflejaba la veneración a una virgen de todo su pueblo, las esperanzas muertas de tanta gente, las vivas de otros tantos, arquitectura, rosales… pero no la mujer pequeña y de rasgos finos que era, no la mujer de corazón encendido, de sangre tangible, que trabajaba con ahínco cada mañana. Su nombre… ¿Cuánto podía decirle a un hombre la lectura de cada letra de su nombre? Su nombre… ¿Ella?, no, ella no… sólo su nombre. Ella no es como su nombre. Su nombre, el que salió de sus labios cuando se vio pasar, a sí misma, al otro lado de la acera: ¡Lupita!, ¡Lupita!

Su imagen, al otro lado, sin inmutarse, siguió su camino. ¿Qué sucedía? No dejó de posar los ojos sobre la otra mujer. Reconoció en ella sus zapatos, la longitud de sus cabellos, ese mismo suéter y ese mismo pantalón, que días atrás había lanzado sin pena al cesto de la ropa sucia. Se reconoció a sí misma dos días atrás: ¡Lupita!...

El corazón zumbando, la sangre apresurada, se acercó a ella (a su imagen)… cada paso la acercaba, pero no podía llegar a ella, Lupita de hoy: Aquiles… Lupita de antier: la tortuga. ¿Cómo puede tocarse hoy la imagen que de sí mismo tenía el espejo del baño hace dos días?... ¿Qué sucede? El terror le llegó desde el estómago y decidió dejar de moverse. Dejó que a la “ella” que ella había sido hace dos días se alejara.

Sentada a la orilla del camino: cálmate, mujer, cálmate, por favor… Y la mirada hacia arriba, hacia el cielo: las copas de los árboles silentes , el sol perezoso aún no estiraba los brazos allá, tras las colinas. Sus hermosos ojos acariciaban cada cosa del mundo (desde que había nacido) y al llegar a las hojas secas del suelo, los mismos colores de antier, las mismas bocas de perro, orejas de conejo… las mismas formas en las hojas del suelo: esto ya lo he vivido. Seguramente estoy en uno de mis sueños, se engañó. La frase la tranquilizó… y ya sin Dios, sin Virgen, sin pueblo esperanzado ni apellido de conquistador, sin la “ella” del pretérito imperfecto, se hizo dueña de sí misma en el tiempo presente, en la mujer que ella debía ser: ¡cómo no, era su sueño!

Dueña de sí misma: por supuesto. ¿Qué otras reglas podría tener una vida, una historia, que no era sino invención suya? Todo lo que veían sus ojos, todo la paz que ahora sentía, las había construido nada más para ella… Quizás su imagen de hace dos días era sólo el afán de mirar hacia atrás en su propia historia.

Y fue entonces que, sentada a la orilla de su camino inventado, tan parecido a la realidad, dejó caer sus párpados, apretó muy fuerte los dientes, se presionó las sienes con esas tersas manos y quiso hacer aparecerse a sí misma en el futuro: ¿cómo me veré la siguiente semana?, ¿quién seré yo en ese futuro cercano? Poco a poco, dejó que la luz jugueteara en cada iris… El mismo camino, las mismas copas de los árboles, el tiempo detenido en aquél camino. No, espera. Allá, una silueta femenina. ¡Brincó de alegría! Espera. ¿Y si le hablo y no me escucha?, ¿y si mi futuro tampoco me puede ver?

La mujer futuro se aproximó hacia ella, el mismo hervor de los nervios se apoderó de la mujer presente.

-¡Lupita!, le dijo su futuro, ¿qué haces allí?

Un rápido vistazo a cada cosa: el carmín en los labios, el cabello más corto, el vestido, los tacones…

-Estoy esperándote, respondió el presente.

Lupita arreglada llenó de duda su semblante:

-Pero… pero… ¡quedamos en vernos en otra novela!
-¿En otra novela?
-Sí, acordamos vernos en El Delirio, después de la graduación de nuestra hermana.

No lo soportó más y se pellizcó… y se pellizcó… y se pellizcó… No podía despertar. Le dolió pensar que de tanto que soñaba, se volvió personaje ficticio, aire corriente, palabra furtiva y etérea de su propio sueño. Aunque la alegría le había llegado después de despedir a la mujer de los tacones, al advertir que era posible vivir en un mundo (un cuento) de su propia invención.

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