
Al Diablo le alegró de ella su timidez al pasar, su mesura al saludar, la inquietud al sentarte junto a todos… porque no era a eso a lo que venía: pudo contemplarla mejor (sus ojos aún le tienen al alcance, como el pie descalzo que va dejando una huella en la arena antes de partir). Pudo sentirla más cerca. ¿Y sabes?, así la quiere, así disfruta de ella… dentro de un aureola de paz. Así depositó ella a través de los brazos del Diablo su jabonoso olor de niña en el pozo sin agua de su corazón. Así, con esa piedrita suya en el fondo (que ha de tener grabado un nombre de mujer, el que, pese a todo, sigue iniciando con “A”), llenó de colores sus formas, como lo hace en mi cuarto el primer rayo de sol.
Cuidó de su paciencia en su jardín de emociones y esperó con estoicismo la llegada de la segunda despedida de ella. Ya en la noche, sobre el gato sin dueño que sigue siendo mi calle, le hizo sentir gallardo su brazo, dejaron de oprimir su pecho esos aventurados besos en la femineidad de su mejilla, que comenzaban a dejar de moverse, pegaditos, unos de otros, en la luz roja de semáforo que sigue siendo la sangre del rojo Diablo.
Como todas las tardes felices, días menguantes con sus hojas secas… como cada noche lluviosa harmoniosa (o también estrellada), las manos en los bolsillos abriendo la chaqueta, regresó chiflando “No hago otra cosa que pensar en ti” y viéndose en cada cristal que pudo reflejar algo de sí. Mira: ése soy yo, el mismo hombre que hurgó con el dedo índice en los agujeritos de tus cachetes, cada que fue una palabra mía la que te hizo sonreír, pensaba.
Entró de nuevo (sin ella) en un cuarto con olor a tabaco y a cuello de mujer… y comenzó a escribirte, teniendo muy presente que el texto debía terminar en que, antes de hoy, había sido yo quien no te había permitido entrar en mi corazón.
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