Cuaderno de sentimientos diabólicos
varios, propios y ajenos,
en este constante pedalear por la vida...



21 mar 2011

Finales de los setenta, principios de los ochenta

Algunas veces, cuando pienso en mi madre al lado de la melancolía, recuerdo también las fotografías de los años setenta, las flores secas y el álbum de los quince años de mamá. Pienso en el Claro de Luna de Debussy, el vals Fascinación, en Caballería Rustricana, cuando tarareo la canción que se escuchaba al abrirlo, que nunca he sabido cuál es, pero que tengo muy presente de inicio a fin... tanto, que he tenido noches en que la voy chiflando mientras camino. En el mismo apartado postal, encuentro las imágenes de las muchachas y sus atuendos de moda: los cabellos largos y lacios, frecuentemente claros... y los voluptuosos y crespos, frecuentemente oscuros. Se mezclan con la imagen de los amaneceres en que podía pararme sobre la cuna en la que dormía y miraba hacia el horizonte por una ventana de cortinas amarillas... amarillas como las hojas del álbum de mamá, donde leí y releí las felicitaciones de los señores, de las parejas, el futuro brillante que le auguraban los invitados a esa fiesta en la que mamá se había puesto un vestido largo, grande y azul, junto a su hermoso cutis terso, propio de los 15 años de cualquier bella mujer que comienza a florecer. Se me revuelven las portadas de los discos de Paul Mauriat, de Ray Conniff, de quien cargo también una canción susceptible de chiflarse por las noches nubladas. Vivencias guardadas a cal y canto en mi memoria, en la frescura de mi memoria a mis 5 años. Llegan corriendo los primeros días de escuela, la ropa blanca de todos los lunes, las bolsas en los pies cuando recién había llovido y el lodo amenazaba la pulcritud de mi pantalón. Como mujer que lo quiere a uno, se asoman a la puerta los recuerdos del portón abierto de mi casa, la calle de terracería y el agua de lluvia jugueteando por gotitas en los charcos del suelo. Luego, las fotos en que el sol de las 5 de la tarde nos cubre la cara a Diego y a mí, sorprendidos por mi madre mientras jugábamos, el recuerdo de hasta dónde terminaba la calle en que salíamos a jugar; el güero de Roberto y su patrulla de jueguete nueva; doña Celia y sus chicharrines, su esposo don Rogelio; doña Nati, sus curtidos, su cocina de leña y su casa de tejamanil.

Pensar y pensar, recordar y recordar. Tener presente cada habitación de aquella casa en donde las mujeres bellas salían en la televisión, en las fotografías, tenían la vestimenta de finales de los setentas, principios de los ochentas, y se parecían a las de mi madre tomadas en su juventud. Pantalones acampanados, Verano del 42, música instrumental de orquesta, discos de vinil... el cabello crespo y abundante de mi linda madre.

Y la melancolía irremediable, la misma con la que mamá hablaba de su padre, con la que añoraba sus felices años junto a su padre y en el campo abundante de frutos. Sí, es claro ahora, mamá fue quien me heredó esa melancolía que me hace estirar el brazo y apretar el paso con la flor cortada, la que me pide dejarlas secar entre los libros, la que me hace escribir la mayoría de las veces. Y más que una mamitis crónica, se trata de conclusiones advertidas después de mucho contemplarse y de entender las razones de mi desasosiego, de esta sensibilidad que unas veces me ha dejado oscuro y triste... y otras, la mejilla con un beso.

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