Cuaderno de sentimientos diabólicos
varios, propios y ajenos,
en este constante pedalear por la vida...



26 mar 2011

Harmonica blues

En el edificio del frente, también frente a mi ventana, un vecino de más de medio siglo de vida (lo supongo por las canas en su cabello) entona la tranquilidad que a todos nos llega el domingo a las diez de la mañana, pone un blues bajito en su habitación (que aún puedo escuchar), hace a un lado las cortinas y se asoma al espacio que lo separa de mí. No es que permanezca yo todo el tiempo junto a los cristales, ni guste en vigilarlo... no siempre es grato el sol de la mañana en vísperas de abril y tengo suficiente trabajo qué hacer domando mis propias bestias como para fijarme demasiado (ojo: demasiado) en los vecinos de enfrente. Sé de su presencia cuando escucho su armónica. Resulta, pues, que el blues se pone a volumen bajo para que su armónica tenga color (yo haría lo mismo, me propinaría ese mismo placer si tuviera mi tan anhelada trompeta o mi tan soñado saxofón): una especie de karaoke para el instrumento.

Pese a que es fascinante la manera en que toca, pese a que me encanta el blues, no me asomo a la ventana porque en domingos pasados él advierte que estoy allí, viéndolo, escuchándolo, y deja de tocar. Así que me porto como las señoras de los pueblitos de Chiapas cuando pasan por la calle los extraños: hago a un ladito la cortina para ver sin ser visto, para oír sin que lo oigan, para escuchar su armónica y dejarlo ser. Pero si les platico sobre estas señoras es porque el extraño he sido yo varias veces... y les he visto, así como el señor de la armónica sabe que estoy aquí. Y es curioso que él, a su edad, le haga como los niños que bailan libre y alegremente, con la seguridad de quien se sabe a solas. Es curioso que yo, a mi edad, le haga como el papá que mira al niño bailando y no se muestra para seguir disfrutando de él.

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