Cuaderno de sentimientos diabólicos
varios, propios y ajenos,
en este constante pedalear por la vida...



25 may 2011

Escritorio público


Hasta en el camino hacia ningún lado, el de las caminatas aleatorias en las tardes domingueras de sol, puede hallarse el amor. Máquina de escribir en la mesa, cargada de cinta bicolor, teclado "qwerty" en las yemas de los dedos, el Diablo (sin bicicleta) lo advierte y se sienta a escribir. ¿Una imagen? Sí, con gusto: los escribidores de antaño en la plaza de Santo Domingo (donde le elaboran sellos de goma, invitaciones a los XV años de la muchacha y al bautizo del chamaco... donde le cambian, ¡sí, señor! y por una módica cantidad, hasta el estado de la República en el que usted nació).

¿Por qué lo digo? Porque en todo trayecto, a todas horas, en cada lugar, los hombres aman a sus mujeres, las consideran, las miman: estiran el brazo para cortar la flor (tómese esto último en sentido figurado) porque las flores son para ellas. Y uno se siente estupendo, pensando que lo correcto es, así, en uno, como hombre que es, como hombre que le llaman las gentes, querer (amar) a su mujer. Porque me gustan, hasta en los demás, las muestras de afecto, los besos en la frente y las mejillas.

El bache en estas consideraciones es que a mí me falta (una Ella, un nombre de mujer, un universo femenino caminando de mi mano). Pero no sufro. No. Confieso que el papel (el rol) de escritorio público, el del personaje con tinta en los dedos que escribe sobre el amor de otros, también me gusta.

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