En esta cotidianeidad tan abrumadora, la rozadura de la ingle que es la costumbre, basta abrir más los ojos. Es odioso viajar hacia el metro El Rosario, cansado y entre vapores malolientes humanos... los aires de la Ciudad. Es grato abrir la ventana del microbús (hasta donde los señores le dejen a uno) y sentir la brisa en la cara, las gotas de agua fría tras el cristal. Cuando el cuerpo se acostumbra (como en muchos otros malos ratos) a la situación, una aureola de comodidad se inventa y, al mirar al frente, un niño, al lado del conductor (su padre), aprendiendo a dividir. Operaciones en voz alta, pausas en las que interviene el padre, multiplicaciones fallidas usando el seis... porque ése era el error, el niño aún no memoriza la tabla del seis. Y yo, lejano al mundo, observándoles, advirtiendo cómo el oficio puede hacerse casi donde sea, alegrándome por ello (y la nostalgia por la lógica proposicional, que yo aprendí en el mismo sitio, casi de la misma manera).
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