Sí, sí, sí... cuando perdí mi "Antología" de Sabines sentí coraje, hice drama, fruncí el ceño y me senté, cruzado de brazos, a morder mi coraje. Afortunadamente (quizás esta entrada no debería tener un tema tan infantil, pero me lo permito), caminante insomne por las librerías y cafés cada que se posa sobre mí el ocio y no tengo los bolsillos vacíos, volví a preguntar por él y conseguí una edición más fina. Definitivamente, esa comezón que traigo en el oído se siente cuando habla el orgullo.
Es por ello que la mesura no me tardó en llegar. ¿Por qué lo hacía? Por mi eterna lucha contra mí mismo, el afán por tener siempre algo mejor que lo que se fue y el sentimiento del que sirve echar mano (en la mayoría de los casos) es el orgullo. Pasado el bache, me puse bajo el brazo también dos libros de Pamuk... sí, sí, también uno de Petrovic. Me quedé junto a ellos (café en mano, con espumita) toda la tarde de lluvia, sopesándolos, midiéndolos, tocándoles. Me sentí bien, porque me va bien, porque mi orgullo no hace daño a nadie (conscientemente), porque me encontré con otros ejemplares de los libros robados y los dejé allí: "ser y dejar ser", dice mamá. Y me alegro, porque dejé de controlar, dejé ser... y fuí. Porque hoy en la tarde, otra vez... ya en casa, me superé, me vencí.
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