Salió a escena: chiquito, menudo, simpático. Tocó un concierto para guitarra de Carlos Ponce. Terminó. Se levantó del asiento, descansó los brazos... y aplaudimos. Levantando la voz, agradeció efusivamente el reencuentro con sus viejos amigos de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, a quienes hacía años no veía. Habló de las fiestras patrias (¡vivan los héroes que nos dieron días inhábiles!), el motivo del concierto, la razón de la elección del compositor de esa noche. Se refirió a una canción popular mexicana, la misma que gustaba en tocar a sus compañeros hasta cuando viajaban en autobús (sí, sí, los mismos de la Orquesta), la misma que tocaría, en unos instantes, distinguidos asistentes, para nosotros... a propósito del Día de la Independencia, gracias por el cariño y sus aplausos.
En posición la guitarra, en silencio los allí presentes, comenzó. Distinguí las primeras notas, recordé las líneas de los versos:
"Por unos ojazos negros
igual que penas de amores..."
Era 'Un viejo amor', una canción añeja que yo tocaba a mi madre cuando aprendía en el piano a los 16 años, junto a ella, mientras ella cosía y yo la veía con la cinta para medir colgando de la piel clara en su cuello. No haré el cuento largo: sin perturbar a los de al lado, me eché a llorar. El guitarrista (¡músico cabrón!) había pellizcado mi corazón... dejó que se me pasara el empacho y del escenario, después incluso de haber tocado 'Asturias', se fue.
Y así, ¡canijo el de la guitarra!, ¡pinche Día de la Independencia!... muy sonrientes llegaron, melancólico me pusieron, sin ser capaz de defenderme me hicieron la travesura los desgraciados... y, sin más, se fueron.

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