Cuaderno de sentimientos diabólicos
varios, propios y ajenos,
en este constante pedalear por la vida...



28 abr 2013

El viejo amargo


¿De qué sirve al hombre ganar el mundo
si pierde su alma?

Blaise Pascal


I

Necesitaba un lugar donde vivir y había visto el anuncio junto a su puerta: "Se renta cuarto". La casa y la calle-travesía hacia ella me hizo pensar desde el principio en los pavimentos de la colonia en la que yo vivía cuando niño. Azul polvorienta la fachada, un portón beige carcomido por los años prometía un fresco pasillo-cochera a través del que se llegaba al claro del centro del edificio... y al cuarto.

- Mil cuatrocientos pesos. Sin mascotas, sin niños. El baño es compartido.

Subía por una escalera de metal negro hacia el cuarto prometido. Un cuarto de 2 piezas, una puerta, suelo de cemento, una ventana pequeña. No podía verse llover. La luz del sol que lograba sortear la diferencia de alturas entre mi cuarto y el edificio de enfrente, casi moría en los cristales viejos de aquella ventana.

No se negocia con la necesidad, ésa con la que acepté el trato y pagué 2 meses por adelantado. La necesidad, que otras veces había vuelto el asunto un alarde de creatividad.

La llegada de la cama, la mesa, los estantes de plástico y los libros, fue genial. Cada rincón y pared establecidos se ocupaban con fines útiles y sin enfado. Una escoba, los libros desempacados, ¿por qué no una cortina?; esta última de colores fuertes, alegres y vivos forma de plantas, para la tristeza de la ventana. La puerta casi siempre abierta para la luz-salud de los ojos... y el polvo, sobreviviente eterno de cada mano diligente, de todas las escobas del mundo.

II

Se comenzaba con la vida a las 8 de la mañana, por las obligaciones que yo tenía. Uno bajaba por aquellas escaleras y al ruido hallaba a don Antonio, viejo, hombre de rasgos duros, moreno, con dificultades para moverse. Intentaba ser cordial desde la entrada de su casa, ahí abajo:

- Buenos días, joven.
- ¡Buenos días, señor Antonio! Nos vemos por la tarde.

La casa de uno siempre es reflejo del alma, o al menos de alguna faceta de ella. En éso siempre pensaba cada rechinar del portón a la salida, en que salía con las imágenes de aquella casa oscura y triste y demás translúcidos pensamientos. El alma de don Antonio era triste. Triste cuando me enseñaba a usar el cubo de agua para el baño (su énfasis, que rayaba en lo ridículo, en ahorrar el agua); triste, cuando subía con dificultad hacia mi puerta; oscura, de la oscuridad de la que salía siempre por las mañanas; tacaña, siempre que de sus labios recibía yo una amonestación por la luz en mi imposible ventana a las 2 de la mañana, gastada, según su visión, en vano.

Había sido un hombre muy pobre y muy sólo. Lo advertí desde que apenas se ponía él sobre los hombros la confianza para hablarme de su vida. Lo advertí, porque en él me había visto a mí mismo.

Afanado por el control, se molestaba al yo no hacer las cosas con la precisión que él esperaba. Mi modo de vida fue una especie de aberración a su modo de ver el mundo y ardía en coraje al ver que tenía yo mis razones para continuar, así, con ella. Erraba al pensar que una de ellas era el yo querer contrariarlo.

Cada tarde, sentado ante mi mesa, abierta la cortina y la ventana de cataratas, le veía cruzar por el pasillo en la segunda planta, subir la escalera de madera al lado del baño y revisar el tinaco. Absorto en mis papeles, mis números, mis líneas de texto o los pensamientos vagos, no siempre le veía sino hasta que llegaba al techo. Me llamaban la atención su lentitud, parsimonia y terquedad, su falta de aliento.

Fue solamente una la vez en que aparté la vista del papel y le ví salir de su casa, subir hacia mí, saludarme en su paso por mi ventana, y olvidarse de mí cuando revisaba el tinaco. Sólo entonces me permití pensar en él. Nos pensé, a él y a mí, en su soledad, en su ser testarudo y su vejez... y me sentí miserable.

III

Cierto era que olvidaba mi casa y la dejaba atrás en el camino la habitación, a don Antonio y la maraña de pensamientos. Pero a ratos, camino de regreso, le hallaba al viejo en su bicicleta de panadero, dirigiéndose a ningún lugar, pensaba. Porque aunque fuese al mandado a pagar la luz, a comprar una manguera nueva o por cualquiera de los enseres domésticos, ningún escenario físico le habría de cambiar el alma, si la tenía marchita. Dicen los físicos que el movimiento involucra un cambio de posición y no hay cambio aparente en el mundo, cambio de posición para el alma, si se tiene negra e inmutable.

IV

Comenzaron las lluvias y su capacidad de poner todo en relieve en el paisaje subsanaba, como siempre, las ausencias en mi corazón. Pero el viejo, amargo, sufría el frío y los residuos de tierra y polvo que la bendición caída del cielo dejaba en los depósitos de agua. Así, no sólo su casa era una cueva oscura con goteras en la entrada, también lo era el sitio ignoto en el que ardía, apenas dando luz, la minúscula llama de su espíritu.

No era raro, pues, pensar en por que no había a su lado una mujer (no estaba tan viejo), aunque tampoco sabía si la partida de otra había sido lo que acaso causara tal erosión en su corazón.

Mi "terco" modo de vida y su persistencia por controlarla tendría 2 consecuencias: que considerara largarme un buen día de ésos... e, inevitablemente, una discusión, una disputa.

Decidí apegarme a la primera, sólo después de la segunda. No la tengo presente ahora con pelos y señales, sólo recuerdo en esa disputa una acusación que dolió.

Yo había llegado hacia la medianoche el día anterior, es cierto, pero mis pensamientos no tenían otro par de pies que hicieran ruido de pasos en las escaleras de metal. El viejo se enardeció porque creyó que esa noche yo había dormido en casa con una bella mujer (aunque, en esos días, ciertamente yo me enamoraba de una). Juraba haber escuchado 2 pares de pies. Yo sostenía que no y era la verdad. Después de recorrer ambos con las emociones una que otra montaña, trepar desde las simas y mantener el aliento en las mesetas, caí en la cuenta que su coraje hacia mí no era el engaño, como quiso hacerme creer, sino que yo (alguien a quien él ya detestaba) tenía algo en mi vida que él no: la hermosa compañía de una mujer. La envidia puede ser una declaración de inferioridad,* pero él no sabía (ni tampoco se lo hice ver) que mi dolor era porque, curiosamente, tampoco podía tenerla yo.


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*"La envidia es una declaración de inferioridad". Napoleón.

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