He recorrido calles, soñando. He esperado pacientemente en la vigilia la llegada del sueño, viendo hacia el techo, las formas de los árboles por la noche en las ventanas, soñando. He contemplado orillas de ríos que huelen a carne asada, a día de campo, en los bracitos del Grijalva, sintiendo frío... soñando. Me he preguntado a qué huele la felicidad, qué imágenes habrán de pasar por los ojos el último día vivido. He sido caminante insomne, soñando. Las cuatro de la tarde, quizás las cinco... hasta, incluso, las seis: el horario preferido. La luz muriéndose allá, quién sabe dónde, desde dónde, quién sabe hasta cuándo (dicen las malas lenguas que la duración del tiempo es subjetiva, que entre más pese el costal de pensamientos en él, más se estira la hamaca del tiempo). Un camino tranquilo, florido... el asfalto mojado y las nubes de la Ciudad... una carretera rumbo a Ocosingo hastiada de vegetación... las casitas coloniales de colores y los callejones, en este caso, la vivencia más reciente. He caminado feliz, contemplándome, contemplando los deseos del corazón, divagando... abriéndole la puerta a este gato peludo y de largas uñas que es el pensar en los sueños. Materia que sobra de exprimir la propia vida, lo que se le escurre a uno por las manos y produce el anhelo de vivir. Bolsas, sacos, llenos de vida (qué otra cosa sino el pensar en lo que anhelamos con alegría nos hace vivir).
Y el método: procurarse corazonadas, seguirlas, pescarlas de las greñas y anotar con lápiz rojo una victoria (victoria de uno, de su propia vida) en el calendario: hoy fui feliz.
El caso es que uno nunca sabe qué tan correcto será su proceder cuando amanece. No sé qué tan correcto será lo que he de hacer más al rato. Pero debe seguir al corazón. Ya son casi las seis de la tarde, el sol va cerrando las pestañas poquito a poquito... y yo digo (propongo, 'Hoy puede ser un gran día', dice Serrat) que hay qué salir de casa y seguir uno su corazón.

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