Cuaderno de sentimientos diabólicos
varios, propios y ajenos,
en este constante pedalear por la vida...



6 oct 2013

Blanco y negro (fragmento)*


En parte, esa sensación de blanco y negro tiene que ver, por supuesto, con la pobreza de la ciudad y con que, en lugar de exhibir lo que tiene de hermoso e histórico, todo esté viejo, descolorido, caído en desgracia y tirado a  un lado. En parte también tiene que ver con la modesta simplicidad de la arquitectura otomana, incluso en sus tiempos de mayor pompa y esplendor. Tanto la amargura de ser los supervivientes de un gran imperio como el que, comparados con los europeos, no tan alejados geográficamente, los estambulíes estén condenados a sufrir una especie de pobreza opresiva como quien padece una enfermedad incurable, alimentan también ese espíritu introvertido de la ciudad.

Para comprender mejor ese ambiente en blanco y negro recreado una y otra vez, que acentúa el sentimiento de amargura inherente a la ciudad y que es compartido por todos los estambulíes como un destino común, hay que venir a Estambul en avión desde una rica ciudad de Occidente y sumergirse de inmediato en las atestadas calles, o ir un día de invierno al puente de Gálata, el corazón de la ciudad, y ver cómo la multitud pasa por allí con una ropa de colores indistinguibles, descolorida, gris, sombría. Al viajero que viene de fuera le parece en un primer momento que los estambulíes de mi edad, que al contrario que sus ricos y orgullosos ancestros se visten raras veces de colores brillantes, rojos, verdes y anaranjados deslumbrantes, prestan un cuidado especial en no llamar la atención con su ropa, como si fiera una obligación moral secreta. Por supuesto, no existe tal obligación moral secreta, pero sí hay una intensa sensación de amargura que sugiere una moral de humildad. El sentimiento de derrota y pérdida que ha ido cayendo lentamente sobre la ciudad en los últimos ciento cincuenta años, la pobreza y los restos del desplome pueden verse en todo, desde en los paisajes en blanco y negro hasta en la ropa de los estambulíes.

Las manadas de perros callejeros, sobre los que escribieron con el mismo entusiasmo todos los viajeros occidentales que vinieron a la ciudad en el siglo XIX, de Lamartine a Nerval o Mark Twain, también alimentan esa sensación mía de blanco y negro, enriqueciéndola con una cierta inquietud. Esos perros, todos parecidos, ninguno de ellos de un color en exceso definido, que son pardos, ceniza descoloridos u ovillos de múltiples colores entremezclados y que continúan paseando por la ciudad con el mismo sentimiento de libertad y poderío de antaño, recuerdan, como minas errantes, que, a pesar de todos los esfuerzos de occidentalización y modernización, de los golpes militares, de la disciplina estatal y escolar y el sistema nervioso de Estambul lo recorre, más que la fuerza del Estado y del poder, un sentimiento de futilidad, de dejadez y de compasión.

Otra cosa que convierte en más permanente la sensación e blanco y negro es que no hayan existido ojos capaces de percibir ni manos capaces de pintar los triunfantes y felices colores del pasado que surgen del interior de la ciudad. No hay un arte pictórico otomano que pueda responder satisfactoriamente a nuestro gusto visual actual. Tampoco existe hoy en ningún lugar del mundo una obra o un libro que acomode o acerque nuestro gusto visual a la pintura otomana ni a al persa, que le sirvió de ejemplo. Los ilustradores otomanos, llevados por un entusiasmo que se limitaba a las miniaturas iraníes, vieron Estambul no como volumen o paisaje (de la misma manera que los poetas del Diván apreciaban y elogiaban la ciudad no como si fuera un lugar real sino como una simple palabra), sino como una superficie plana o un mapa (el mejor ejemplo es Matrakçi Masuh). Al dirigir su atención, como ocurre en los libros de ceremonias, a los súbditos del sultán, a los gremios, a la riqueza de sus herramientas, habilidades y objetos, pintaron la ciudad no como un lugar donde transcurría la vida cotidiana, sino como una escena de una parada oficial, o como si fuera un rincón importante al que la cámara enfoca a lo largo de toda la película.

Así pues, cuando a los periódicos, revistas o libros escolares les han hecho falta paisajes del pasado de Estambul para satisfacer el gusto de millones de personas, más o menos construidos a partir de fotografías y postales, se han visto obligados a utilizar los grabados blanqueado-ennegrecidos de viajeros y pintores occidentales. Tal y como explicaré luego con el ejemplo de Melling, los tiempos más felices de la ciudad fueron pintados en color, aunque solo fuera con los humildes colores de la aguada, pero los estambulíes no pudieron disfrutar del placer de ver su propio pasado ni siquiera con esos colores y, por razones técnicas contra las que nunca se rebelaron y que asimilaron como si fueran su destino, siempre vivieron su ciudad con un sentimiento de blanco y negro. Esa carencia estaba en perfecta armonía con su amargura.

Las noches de mi infancia eran hermosas porque, como la nieve, cubrían el ambiente complejo y agotador en que se iba sumergiendo la ciudad según se empobrecía, porque la hacían más poética. Como en mi niñez no había demasiadas construcciones altas, las noches de Estambul no se introducían como una tosca superficie por las casas, por entre árboles y ramas, por los cines de verano, por los balcones y por las ventanas abiertas, sino que se iban infiltrando con una elegancia acorde con la estructura sinuosa de la ciudad, con sus cuestas y sus colinas. Me gusta este grabado hecho en 1839 para un libro de viajes de Thomas Allom porque muestra la penumbra como un elemento mágico de un cuento. Como la luna llena, esa cultura del claro de luna que comparte todo Estambul libra a la noche de convertirse en una oscuridad ciega y, sobre todo, sirve para mostrar la misteriosa fuerza de la penumbra como fuente del mal; a mí me gusta más su luz cuando la muestran como media luna o, como ocurre en este grabado, anteponiéndole unas nubes, como si fuera una lámpara cuya luz se debilita para que se cometa un asesinato.

La noche potencia el espíritu en blanco y negro de Estambul, porque le da un aire de sueño y de cuento y porque es una arcana fuente de maldades. La mirada del viajero occidental, que ve la noche como algo misterioso y encubridor, que oculta la excentricidad inaprehensible de la ciudad y que facilita con su oscuridad que se cometan nuevos crímenes, se parece a la del estambulí incapaz de comprender las conspiraciones e intrigas del interior de los palacios. La repetida historia del cadáver de una mujer del harén o de un criminal al que sacan por una poterna de los muros de palacio al Cuerno de Oro y al que arrojan al mar desde una barca es algo que agrada tanto a los viajeros como a los estambulíes.

El crimen de Salacak, cometido en el verano de 1958, antes de que yo hubiera aprendido a leer y escribir, basado en unos elementos por cada uno de los cuales yo sentía una finidad especial, como la noche, una barca, las aguas del Bósforo y otros parecidos, no solo sirvió para enriquecer la imagen mental en blanco y negro que tenía del Bósforo, sino que además ha subsistido en mi corazón a lo largo de toda mi vida como un sueño terrible. El protagonista de aquel suceso, de quien supe por primera vez gracias a las conversaciones en casa y al que los periódicos de Estambul acabaron por convertir en leyenda a fuerza de insistir, era un pescador joven, pobre y borracho. Por culpa de las atrocidades del "Monstruo de Salacak" (que, para violas a la madre que se había subido a su barca con sus dos hijos con la intención de dar un paseo, arrojó a los dos niños al mar provocando que se ahogaran), se nos prohibieron durante un tiempo no solo diversiones como salir a echar las redes con los pescadores cuando estábamos de vacaciones en la casa de verano de la isla de Heybeli, sino incluso andar solos por el jardín de casa. Años después de aquello, la imagen de los niños arrojados por el pescador al mar picado, intentando agarrarse con dientes y uñas a la borda de la barca, los gritos de la madre y el pescador golpeando en la cabeza con el remo a la madre y a los hijos me siguen viniendo a la cabeza como una fantasía en blanco y negro cuando leo las noticias de asesinatos en los periódicos de Estambul (un trabajo que realizo con sumo gusto).


*Orhan Pamuk. Estambul, Ciudad y recuerdos.

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