y llevaba una flor morada en la mano derecha. Me sorprendió al dar la vuelta hacia la calle y ascendía no sólo por sus pies, también por la certidumbre que le habría de dar la mirada de una mujer a su llegada. Llevaba en los ojos la preocupación tierna que sólo el corazón del varón que aguarda a entregar un detalle puede tener. Le miré el cuidado en las ropas que uno siempre procura antes de acercarse a un femenino balcón, a una fría puerta que lo separa de la pacífica compañía que sólo ellas pueden ofrecer.
Lleno de dudas, con vaya usted a saber qué noche cargada de bestias en el corazón, apuraba el paso y suspendía en el aire su perfume varonil, el olor al baño reciente en su cabello cano.
Ése señor iba a entregar una flor, quién sabe a qué mujer. Esa noche, bajo esos faroles amarillos, también en él me había visto yo.
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