Te sorprendes cuando ves hacia afuera: todo a oscuras, el aire limpio... puede que tu vista encuentre nubes o muchos pájaros (en el terreno en el que construyeron el edificio en el que trabajas, hay mucho espacio para ver el cielo); quizás alguna o varias de las lámparas que iluminan los edificios no sirva, y entonces veas todas las estrellas, junto a la Luna, junto a tu soledad.
Es en lo que de momento, piensas, después de haber notado la hora y que ya te has de ir (el horario de salida siempre sabe a una puerta que se abre, ruido de llaves que salen del bolsillo, cierres de mochilas). Entre esas dos imágenes, piensas en ella, en la mujer que te ayuda, te imaginas en el sendero que da a su casa (cruzando el boulevard o bajándote del camión, pasando por la jacaranda donde su mano levantó una flor morada y la puso junto de ti). Te piensas, así como estás, cargando tu soledad y llevándola hasta la ventana de su casa, hasta las oscuridades de la entrada de su departamento... o simplemente, mordiendo tu paciencia con el lado derecho de la mandíbula, porque ha de ser tu casa en la que has de beberte el café de la noche, el que te ayuda a la vigilia al llegar, el que bebes con el recuerdo de ella antes de dormir. (Recuerdas, pues, que le has enseñado a Orión, contemplas en tu mente el parque que con ella visitas, en lo que sabe su amor y su aroma, en la mejilla, en el hombro o en el sitio de su cuello y su color.)
El caso es que siempre, después del baño, todos los días, sigues una parte de la rutina, sientes la paz de la noche... la que corresponde al "ya no haré mucho más el día de hoy", a un "ya sólo resta dormir". Y es un pan que te comes, pero que siempre quieres partir en dos y darle la mitad a ella, a la que le has dicho que tu escritorio es un desastre... a la que ha deseado que ese escritorio también sea el suyo y el desorden sea de dos. Tú ya "preparas tu corazón" a la salida del trabajo, piensas en El Principito y en los rituales, en Orhan Pamuk y en cómo describe la incomprensión del proceder de un personaje, que prefería deambular por las calles a estarse por la noche en los brazos de su mujer. (Ah, y es que hoy por la tarde, viste regar el pasto en algún lugar y tu mente volátil construyó una casa en la que plantaste, con ella, el pasto del jardín.)
La rutina te sabe a muchos matices, te tiene el alma en vilo (saliva de perro de Pavlov) cada que le dices a tu mujer: amor, ya llegué. Y te sientes raro, y te cuesta creer la existencia de una vida así, en la que finalmente, después de tanta tormenta, eres feliz. Ella, hasta en su nombre griego, te hace feliz.
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