Vino ayer por mí y me llevó en su bicicleta. No preguntó, no pronunció fonema alguno, mucho menos una palabra salió de su boca para mí. No valieron las noches de insomnio, los días diluidos en café cargado... Podía esconderme bajo la cama, tras los anaqueles, en el horno de la estufa... él habría de vernir por mí, tarde o temprano. Sólo debía esperar.
Pedaleaba con fuerza, se le caían los cabellos canos al dar vuelta a las calles... Lucifer era el diablo que me hizo a un lado mis pétalos, recortó mis hojas y me había arrancado del más profundo sueño, de mi almohada y mis anhelos... y me llevaba ahora colgando en la canastilla, cuando la fría madrugada hacía un cuero viejo de mi piel.
Nadie caminaba por las calles, los señores grandes no habían salido a barrer la banqueta, ni los niños de piel rosada pensaban en ir a la escuela. Los ruidos no buscaban ni desayunar siquiera. El diablo irrompía en los empedrados de esta tierra colonial, deshacía la oscuridad, iba jalando el sol sobre las casas a su paso, regalaba luz a los balcones, a los nardos, viento a las buganvilias... despertaba a los perros que, sonámbulos, nos perseguían... asustaba a los pájaros que aún dormían... y lo sorprendí sonriendo de vez en vez. No sabía ni qué pasaba, no sentía mi cuerpo, las piernas, los brazos... no sabía siquiera si yo seguía siendo humano... pero, ¿sabes?, no me importaba. Este diablo era divertido.
No supe de mí.
Volví en sí en un lugar muy extraño... ¿era esto un secuestro? Como todas las veces en que no sé qué hacer, en que ninguna idea revolotea en mi mente, caí en la cuenta de estarme rascando la cabeza: ¡vaya, de nuevo tengo mi cuerpo!... Abrí muy grande mis ojos: a la izquierda, una habitación.... después de una línea delgadísima, a la derecha veía un corazón rojo, enorme, del tamaño de una vaca.... lo veía latir con violencia, inmerso en un líquido perfumado y transparente. Ante tal acontecimiento, por supuesto, olvidé la habitación de paredes blancas y sombras azules. Parecía detenido el tiempo, porque la madrugada también estaba ahí. El corazón tenía alrededor muchas venas, gruesas como mangueras de carro de bombero, rojas rojas rojas... como las rosas del jardín de mamá, como el forro de terciopelo del baúl de mi abuela Emilia. Mi carne de gallina (cueruda y fea como la de un pollo de granja) no me impidió acercarme a él... No entendía cómo podía seguir vivo sin respirar en ese líquido transparente. Ví sus detalles, su textura... no sabía por qué la tristeza me embargaba. Frente a mí había un corazón de hombre, lo intuía. Me dije en voz alta: ¿qué sucede?
- Estás en mi casa, Rubén... ese corazón es tuyo.
El diablo había entrado a la habitación y dirigía sus palabras hacia mí. Sin mirarlo, como pude salí del líquido transparente (y sorpresivamente, seco). ¿Mío ese corazón?... un cosquilleo me viajó del estómago hasta el pecho y, como estaba frente al espejo de un hermoso marco barroco, las pupilas dilatadas sobre mi imagen. Grité. Mi pecho tenía un agujero en el centro, muy grande, cristales de sangre en las orillas impedían que la vida se me escurriera lentamente por allí... y podía ver lo que había detrás de mí sin esfuerzo. Entendí ahora lo que Lucifer me decía: la razón de mi tristeza era ese corazón secuestrado, estaba viéndome a mí mismo... bueno, a una parte de mi mismo.
- Tranquilízate, te explicaré lo que sucede.
Y entonces puse los ojos y la atención sobre él. ¿Cómo era posible no sentir terror? Fácil: yo no tenía ya nada que me golpeara el pecho, el causante de todas las inquietudes, de mis sobresaltos... el que me hacía sufrir por enamoramientos, el culpable de los nervios que toda la vida hicieron sudar mis manos... ¡ya no lo tenía! Sentía tristeza (no sé por qué ese sentimiento seguía allí, debía estar en mi cerebro), pero, ¡qué extraño!, creí tener un control sobre mí, no experimentado nunca antes.
Vestía un hermoso traje de lino beige... y sus manos jugueteaban con un sombrero también beige y de cinta negra... Perfectamente rasurado, muy bien peinado, no mostraba ni panza ni la columna encorvada... sus canas entre ese abundante cabello me pareció un ornamento agradable a la vista... olía a lavanda. Sus bellos zapatos cafés brillaban incluso con la poca luz que entraba por la ventana. Ya sin corazón, olvidé mis penas y pude fijarme en él: ¡cuánta pulcritud en un solo señor!, un señor que era y se veía como yo siempre quise ser.
-¿Estoy muerto?, le pregunté. Sacando de su bolsillo el estuche de cigarros, movió la cabeza hacia un lado y hacia otro. -Estás vivo, más vivo que yo, por eso estás aquí. Me respondió.
No vivía entre calor extremo, ni tenía pezuñas, ni cola... ni cuernos, ni había diablas en traje de baño, sino una hermosa señora de tersa piel a quien él amaba (aunque lo era, no se puede decir: su esposa, porque no está encadenada, sino libre, al igual que él). Era un señor pulcro hasta lo ridículo, como recién bañado todos los días... caminaba sobre una cama de rosas, de cáscaras de melón... su casa vivía bajo dulces sauces que parecían flotar sobre la cama de hojas secas.
Me habló de su inmortalidad, de lo inicuo de su tiempo infinito, de los placeres del mundo que durante su vida había agotado, de los prejuicios que la gente tiene de él. Sentado a la mesa del balcón de esa misma habitación, me hizo ver la hermosa y complicada moral que dirigía sus dias... de su acérrimo rival que era ese dios de mil rostros y millones de máscaras, me hizo ver que el malo no era él, como desde niño me habían hecho creer. De tanto en tanto volteaba yo la vista hacia mi corazón, mientras me decía que al tenerlo así, atado... así, lacerado, había logrado saber todo lo que necesitaba sobre mí, conocimiento que, para mí, aún es un misterio. Observé sus reflexiones, critiqué sus puntos de vista, apoyé sus ideas comunes, abrí mucho más los ojos y los labios cuando su experiencia era para mí una revelación... y entonces no necesité saber por qué yo estaba allí: el diablo estaba envejeciendo.
Al igual que yo, Lucifer había leído al Gabo (cómo no, este último también estuvo allí hace algunos años) y se tomó muy en serio aquéllo de: "la juventud se pega por contagio". Al igual que yo, muchos jóvenes habían estado en los cojines de esa silla una mañana, sobre la que ahora bebíamos café.
Tras una emotiva despedida, me hizo el favor de devolver ese animal inquieto a mi pecho. Él dijo que, si yo lo deseaba, me regresaría a mi colchón sin que yo recordase nada. No accedí, ¿cómo no contarle este episodio a mis hijos... o a mis nietos, cuando aún tengan edad para creérmelo? En cambio, le pedí regresar a casa y me dejara posar mis pies sobre aquél camino florido, el mismo por el que me había llevado hasta allí. Lo ví agitar el brazo desde el balcón y escuché el ruidito de las hojas secas hacerse polvo bajo mis pies. Fue una muy memorable mañana.
Volví en sí en un lugar muy extraño... ¿era esto un secuestro? Como todas las veces en que no sé qué hacer, en que ninguna idea revolotea en mi mente, caí en la cuenta de estarme rascando la cabeza: ¡vaya, de nuevo tengo mi cuerpo!... Abrí muy grande mis ojos: a la izquierda, una habitación.... después de una línea delgadísima, a la derecha veía un corazón rojo, enorme, del tamaño de una vaca.... lo veía latir con violencia, inmerso en un líquido perfumado y transparente. Ante tal acontecimiento, por supuesto, olvidé la habitación de paredes blancas y sombras azules. Parecía detenido el tiempo, porque la madrugada también estaba ahí. El corazón tenía alrededor muchas venas, gruesas como mangueras de carro de bombero, rojas rojas rojas... como las rosas del jardín de mamá, como el forro de terciopelo del baúl de mi abuela Emilia. Mi carne de gallina (cueruda y fea como la de un pollo de granja) no me impidió acercarme a él... No entendía cómo podía seguir vivo sin respirar en ese líquido transparente. Ví sus detalles, su textura... no sabía por qué la tristeza me embargaba. Frente a mí había un corazón de hombre, lo intuía. Me dije en voz alta: ¿qué sucede?
- Estás en mi casa, Rubén... ese corazón es tuyo.
El diablo había entrado a la habitación y dirigía sus palabras hacia mí. Sin mirarlo, como pude salí del líquido transparente (y sorpresivamente, seco). ¿Mío ese corazón?... un cosquilleo me viajó del estómago hasta el pecho y, como estaba frente al espejo de un hermoso marco barroco, las pupilas dilatadas sobre mi imagen. Grité. Mi pecho tenía un agujero en el centro, muy grande, cristales de sangre en las orillas impedían que la vida se me escurriera lentamente por allí... y podía ver lo que había detrás de mí sin esfuerzo. Entendí ahora lo que Lucifer me decía: la razón de mi tristeza era ese corazón secuestrado, estaba viéndome a mí mismo... bueno, a una parte de mi mismo.
- Tranquilízate, te explicaré lo que sucede.
Y entonces puse los ojos y la atención sobre él. ¿Cómo era posible no sentir terror? Fácil: yo no tenía ya nada que me golpeara el pecho, el causante de todas las inquietudes, de mis sobresaltos... el que me hacía sufrir por enamoramientos, el culpable de los nervios que toda la vida hicieron sudar mis manos... ¡ya no lo tenía! Sentía tristeza (no sé por qué ese sentimiento seguía allí, debía estar en mi cerebro), pero, ¡qué extraño!, creí tener un control sobre mí, no experimentado nunca antes.
Vestía un hermoso traje de lino beige... y sus manos jugueteaban con un sombrero también beige y de cinta negra... Perfectamente rasurado, muy bien peinado, no mostraba ni panza ni la columna encorvada... sus canas entre ese abundante cabello me pareció un ornamento agradable a la vista... olía a lavanda. Sus bellos zapatos cafés brillaban incluso con la poca luz que entraba por la ventana. Ya sin corazón, olvidé mis penas y pude fijarme en él: ¡cuánta pulcritud en un solo señor!, un señor que era y se veía como yo siempre quise ser.
-¿Estoy muerto?, le pregunté. Sacando de su bolsillo el estuche de cigarros, movió la cabeza hacia un lado y hacia otro. -Estás vivo, más vivo que yo, por eso estás aquí. Me respondió.
No vivía entre calor extremo, ni tenía pezuñas, ni cola... ni cuernos, ni había diablas en traje de baño, sino una hermosa señora de tersa piel a quien él amaba (aunque lo era, no se puede decir: su esposa, porque no está encadenada, sino libre, al igual que él). Era un señor pulcro hasta lo ridículo, como recién bañado todos los días... caminaba sobre una cama de rosas, de cáscaras de melón... su casa vivía bajo dulces sauces que parecían flotar sobre la cama de hojas secas.
Me habló de su inmortalidad, de lo inicuo de su tiempo infinito, de los placeres del mundo que durante su vida había agotado, de los prejuicios que la gente tiene de él. Sentado a la mesa del balcón de esa misma habitación, me hizo ver la hermosa y complicada moral que dirigía sus dias... de su acérrimo rival que era ese dios de mil rostros y millones de máscaras, me hizo ver que el malo no era él, como desde niño me habían hecho creer. De tanto en tanto volteaba yo la vista hacia mi corazón, mientras me decía que al tenerlo así, atado... así, lacerado, había logrado saber todo lo que necesitaba sobre mí, conocimiento que, para mí, aún es un misterio. Observé sus reflexiones, critiqué sus puntos de vista, apoyé sus ideas comunes, abrí mucho más los ojos y los labios cuando su experiencia era para mí una revelación... y entonces no necesité saber por qué yo estaba allí: el diablo estaba envejeciendo.
Al igual que yo, Lucifer había leído al Gabo (cómo no, este último también estuvo allí hace algunos años) y se tomó muy en serio aquéllo de: "la juventud se pega por contagio". Al igual que yo, muchos jóvenes habían estado en los cojines de esa silla una mañana, sobre la que ahora bebíamos café.
Tras una emotiva despedida, me hizo el favor de devolver ese animal inquieto a mi pecho. Él dijo que, si yo lo deseaba, me regresaría a mi colchón sin que yo recordase nada. No accedí, ¿cómo no contarle este episodio a mis hijos... o a mis nietos, cuando aún tengan edad para creérmelo? En cambio, le pedí regresar a casa y me dejara posar mis pies sobre aquél camino florido, el mismo por el que me había llevado hasta allí. Lo ví agitar el brazo desde el balcón y escuché el ruidito de las hojas secas hacerse polvo bajo mis pies. Fue una muy memorable mañana.
Ahora sé que el diablo era mi padre cuando le pedía consejo, el hombre maduro y bueno que es mi asesor cuando me mira de lado. El diablo siempre ha sido cualquier hombre mayor que tiende la mano y me da su consejo, el diablo seré yo después de los 50 y para otro joven... un diablo (el mismo) son también los que jamás he visto pero que de vez en cuando leo... El diablo es un solo señor en todos los casos. Y ante tal caballero, yo no sé si pensar en dios (así, con minúsculas) o vestirme de lino de vez en cuando y ponerme una rosa en el ojal.
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