Cuaderno de sentimientos diabólicos
varios, propios y ajenos,
en este constante pedalear por la vida...



17 oct 2010

Epítome del domingo

He puesto toda mi disposición en escribir de nuevo. Me senté sobre una silla ajena (en este lugar ajeno), en esta máquina extraña... Estiré los dedos, puse muy alertas mis dos pares de ojos y me dispuse a volcar sobre este sitio todo el licuado verde y asqueroso de mis pensamientos. Tras un suspiro, la hinchazón del corazón y la lucidez que deja una hora de sueño por la noche, nada sucedió... ninguna conexión de neuronas se me apareció. Tiempo de espera, esfuerzos por recordar todo aquello que hoy por la mañana quería sistematizar... y fue en vano. Me llené de estrés cuando ninguno de mis pensamientos pudo salir de mí para ser plasmado... Aparecieron en el fondo de mi conciencia, formaron un estúpido cuello de botella y ninguno salió bien librado. Esperé a que el cansancio se apoderara de algunos de ellos y, así, de puntitas y sin zapatos, los insomnes tuvieran una oportunidad. Hubo silencio... y nada: un estudio sobre el cero, el conjunto vacío, el no existe. Terminé, pues, lamentándome de este espíritu encadenado a las ocupaciones, las preocupaciones, la (ahora) fastidiosa vida diaria con todo y su contenido banal y supérfluo. ¡Cuántos días sin escribir!

Me puse, pues, a observar a la gente a mi alrededor, todos estos nuevos amigos, las nuevas posibilidades. Me puse a observar el domingo, este líquido y translúcido domingo a mi alrededor.

LA TARDE DEL DOMINGO ES QUIETA EN LA CIUDAD EVACUADA.* A la orilla de las carreteras la gente planta su diversión afanosamente. Hasta este "contacto con la naturaleza" se toma con trabajo, y los carros se amontonan promiscuamente, lo mismo que las gentes que se quedaron en los cines, en los toros y en otros espectáculos. Nadie busca, en verdad, la soledad, y nadie sabría qué hacer con ella. "Es bueno tomar el aire limpio de tales horas": este espíritu gregario sólo da recetas para vivir.

Igual que la borrachera de los sábados, las visitas a las casas de amor y hasta las maneras del coito, se estereotipan. La vida moderna es la vida del horario y de la mediocridad ordenada. Dios baja a la tierra los domingos por la mañana a las horas de misa.

Pero esta tarde es quieta y libre. El inmenso cielo gris, inmóvil, iluminado, se extiende sobre las casas de los hombres. Y uno sabe, recónditamente, que es perdonado.

*Jaime Sabines, Diario semanario y poemas en prosa (1961).

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