Cuaderno de sentimientos diabólicos
varios, propios y ajenos,
en este constante pedalear por la vida...



8 mar 2011

El tío Milton

Era una fotografía. En la imagen, un señor de cuarenta y tantos, una señora muy guapa besándole la mejilla o solamente al lado suyo, ahora no lo recuerdo bien. El rostro resuelto, la frente morena, el bigote poblado, los cachetes pronunciados así como su felicidad. Yo pensaba en esa fotografía a mis 7 u 8 años cuando mi madre hablaba de él. Evocaba el momento de su juventud en que estuvo en Tijuana, cuando lo había visto venir y lo reconoció sin saber que era él: alto, fuerte, apuesto.

Había nacido en Chiapas, como todos nosotros, pero una decepción lo llevó del sur fronterizo de la familia de mi madre, al límite norte del país. Se había ido lo más lejos posible de aquél lugar y no se le había vuelto a ver. Sólo habíamos recibido la carta de una de sus hijas, Sandra, que no pretendía otra cosa que dar señales de vida y bienestar de la parte de la familia extraviada (los extraviados éramos nosotros para ellos, también). El tío Milton (así se llama) fue, una tarde, una voz gruesa pero cálida al otro lado del teléfono, un hombre que preguntaba si allí vivía su media hermana Alma (hermanos sólo de madre). Mamá saltó de alegría y cruzó palabras con él, después de no haberlo hecho alrededor de 15 años.

Tiempo después era él quien nos enviaba a mi hermano y a mí un par de mochilas de los Estados Unidos (la mía la conservé hasta los primeros años de la universidad), el tío lejano que nos agradecía la amabilidad, la humildad, con que le habíamos respondido, la alegría con que recibíamos sus palabras y sus buenos deseos. Es y ha sido un buen hombre, no había necesidad de preguntarlo.

Mucho tiempo me ha intrigado el por qué de su partida, el por qué lo drástico de su decisión al elegir el lugar al cual llegar. Lo que alimentaba mi insatisfacción, mi inquietud, era que nadie lo sabía a ciencia cierta, ni mamá ni tía Dina. Suponían, que algún desdén de su madre, nada seguro.

En uno de mis regresos a casa escuché con dolor que se había vuelto viudo, escuché historias sobre su esposa (mi tía), sobre lo cómo era... lo que la gente siempre dice cuando alguien, irremediablemente, se va. Supe de su tristeza y me asombré de cómo era la vida en esos casos. Aunque no supe de él mucho tiempo, sino hasta cuando lo de doña Emilia. Él, por supuesto, lo supo, pero tarde. Y sí, veinte años, una ofensa imperdonable quizás, una distancia larga... mas el tiempo había hecho sus estragos, como de costumbre, y el tío Milton volvió. Los días de su llegada yo estuve en la Ciudad y no lo ví, pero llegaron a mí sus imágenes... Que llegó acompañado de otra mujer, que buscó la yerba, la comida, el llano, el cerro, los brazos de los ríos y a su familia, todo aquello que no había podido ver, tocar, beber, abrazar ni oler en sus años de lejanía. Supe que pretendió ocultar todos sus sentimientos y actuó con cierto aire de desdén al preguntar por la tumba de su madre: "¿Y la Emilia?" y que se posó a solas frente al epitafio, a los pies de mi abuela, pidió que lo dejaran sólo, y le habló y le habló... y le lloró y le lloró a moco tendido, con toda su tristeza pero con la dignidad de un hombre firme, maduro, de (quiero suponer) sesenta y tantos años. ¿Qué le habrá dicho?, ¿cómo se le piden palabras a las lápidas?

Sin embargo, comió, bebió, palpó a su gente y se fue. Preguntó por mí, quiso "conocer el rostro de tu hijo, Alma", del mismo modo (supongo) que lo quise yo. Y de nuevo, como con los cometas, no he tenido noticias suyas. La vida tiene muchas sorpresas, me queda claro, ¿por qué no reservar una de ellas en mis pies sobre Tijuana?

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