I
Anoche llovió. Un sueño largo y pesado, la flacidez del cuerpo, la necesidad del descanso... nada más entre sus manos. El azul marino le pasó de puntitas por la ventana y no lo advirtió: el murmullo de las gotas en el hule cristal de la ventana estaban en su sueño, creyó, a fin de cuentas la lluvia pocas veces se aparecía por esta ciudad en marzo. Quizás más al sur, en el centro de su continente, talvez también en la parte de Sudamérica que se llenaría de polvo al olvidar uno de sus mapas en el armario, posiblemente allí las canciones de amor hablen de la lluvia de marzo, de abril… Porque allá han de nacer las muchachas más tristes, azules, en marzo o en abril. Aquí, no. Aquí febrero era el culpable de la demencia de marzo y la lluvia distraída que hacía reventar las flores no llegaba sino con el día veintiuno, y “estábamos a 6”.
Estuvo ocupado, pues, en su mundo imaginario, a la expectativa de aquél que observa lo que sueña, que no es él. El observador le sorprendía cada que alguno de sus frutos caía de sus ramas: fuera un sueño, un texto, las maneras de leer y consumir sus libros, su coraje… Todo, toda acción que llevara a cabo, todo aquello que lo tuviera como sujeto a él y fuera susceptible de un verbo, significaba la aparición del observador. Él le había dicho: lo que yo veo es un sueño, tú estás dormido y el murmullo de agua de la que tanto se queja tu oído está en lo que observo. Despertó. Había sido engañado.
A como pudo, dejando sobre el colchón la pesadez de su cuerpo, llevó sus ojos nuevos (descansados) a la ventana, no podía perderse el agua sobre todas las cosas. Asomó la cabeza y el olor a tierra mojada se le metió hasta los pulmones. De más está decir todo lo que le hizo recordar, todo lo que le hizo sentir ese olor a barro húmedo... y fue como el abismo negro y profundo en el que uno se pierde, como el instante cumbre de la excitación dulce, la explosión, el momento de soledad ensimismada, característica del amor.
Un suéter, una chamarra, el cerrojo abierto de la puerta... ¡voy por café! dijo a quien estuviera en casa con él y salió. El frío, las gotas de agua menudas, la luz cada vez más ausente del menguante día y a los diez pasos del mundo mojado él, sus manos, sus ojos sobre sus manos. ¿De quién era la sombra y la voz de hace unos minutos?, ¿quién si no él mismo era quien hablaba para sí en sus sueños? Se distrajo en sus penas: la reciente e importante decisión, las acciones en consecuencia, la tienda cerrada, la lluvia menuda y tímida que no daba tregua, mi cabeza rapada... un recuerdo: bonito es ver llover y no mojarse. Regresó a su colchón sin hablar. Cerró con pesadumbre sus ojos. Volvió a abrirlos y el reloj en su posición: las 8:07 de la mañana, y él en este sitio de sueño reciente, junto a esa especie de observador insomne recorriéndole de cabeza a pies sin pedir permiso, como siempre.
II
El reloj y su impaciencia. La aceleración de su corazón intentaba ponerle el ejemplo para hacerlo marcar, como todas las tardes, las cinco. Después: el transporte, las parejas de los sábados, los padres y sus hijos, y ya. Esperó. Llegó. Ella le encontró feliz, le halló con paz y a rostro firme, esta tarde de sábado, en esta primera cita de ambos en que él, como hacía ya algunos días, sólo quería observar.
Luego las disculpas: las ocupaciones, los inconvenientes, los imprevistos. El consuelo no dicho: un poema sobre amor y compañía de Pessoa y su "siempre pensaba en ti".
El había preferido iniciar su corazón en el nombre de ella, seguirse por las imágenes, llegar a la cintura, tomar las manos si se le permite y, doblando la esquina, seguir ciegamente la calle hacia el cuello, el cabello, buscando lunares detrás de la oreja, para cortar un racimo de olores y quedarse con él. Así había sido su sendero, eso era en lo que pensaba cuando las calles, la radio, los libros, los amantes, los dueños de las tiendas y los periódicos decían: "amar a una mujer". Esta tarde de sábado no fue así. Ella fue una gardenia al sol, limpia y con luz, que hablaba sin tapujos, noble y bella como los niños. Él la escuchaba y ella (no lo supo sino al final), fina contempladora de él.
Sus cabellos, su paz, tirando de su memoria cuando le recorrió la finura de los labios, el contorno de los ojos escondidos bajo la curva delgada de las cejas, la nariz diminuta... Disfrazó su conmoción por su rostro con la emoción de describirlo: sonrió. Quiso saber quién era, le dejaría quererla, si podría quererlo. La buscó en el cuello, el lunar, el racimo de olores y le halló en la frente... y en la boca. Sólo quería observarla, pero le dio por besarle el rostro completo y cerrar los ojos. Sus brazos en torno suyo y su olor en los de él le causaban suspiros cada media hora. Aunque ¿por qué el extraño mirar de ella hacia él?
Tras la despedida, él pone un moño a sus recuerdos, siembra y espera el retoño de otros en su corazón... corta los frutos, se los envuelve, se los regala. Porque desea enamorarse perdidamente, porque anda con paciencia y a pie por su camino, se los regala a rostro firme, cara a cara, sin empacho y con resolución.
III
Al escritorio lee, se para un rato y piensa. Sus manos juguetean con su cabello, se muerde las uñas, deshace su mapa mental y lo reordena. Otra vez. Se sienta. El problema en el que piensa no cede y decide acercarse a la ventana. El vacío transparente y un edificio. En la planta baja del edificio una tienda. En la tienda un anuncio, un corazón de plástico. En el plástico rojo del corazón el pico de un colibrí. Y el colibrí afligido... y el corazón inerte, le hacen pensar, afligido, en ella: no tiene el corazón de plástico, es seguro, ¿por qué la ausencia de una palabra de aquella mujer del sábado para él?
IV
Mensajes sin respuesta. Negativas a las llamadas. Un texto mal respondido. Búsquedas infructuosas de su persona. Vuelve a llamarla al teléfono y nada. Vuelve a buscar el texto mal respondido y nada. Nadie la conoce, nadie la ha visto. Nadie en el café lo recuerda a él, ni a ella. Y ya. Encerrado en su habitación pasa largas horas buscando una explicación. No come, no advierte la luz del día, no sabe si vive o sueña. Su locura es entendida como un fruto más de su mente y una vez más la sombra, las palabras lejanas, otra vez el observador.
Cavila, se contempla largas horas frente al espejo, piensa. Un dejavú lo lleva a otro:
¿es él quien se halla al espejo?,
¿es él un hombre y un observador de sudor helado?,
¿el rostro de él es el rostro de ella?,
¿el rostro de ella es el del observador?,
¿es el observador un insomne?
¿Es Ella?
¡No!, le queda claro ahora, no son sueños vividos sino verdades, no son cuestiones sino frases en imperativo y sucede al revés.
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