Cuaderno de sentimientos diabólicos
varios, propios y ajenos,
en este constante pedalear por la vida...



30 abr 2012

Apología de una ventana

Coexisto con los muros. Cuelgue, sombrero de palma en perchero, rana de porcelana en tornillo, paloma de barro cocido sobre clavo, la vista en ellos. Gire con fuerza la manivela que le da cuerda a sus ojos y déjelos girar hacia mí. ¿No soy maravillosa? Coexisto con los muros y comienzo cuando ellos terminan. Soy una suerte de objeto apremiante al difícil resbalar de su vista sobre una pared sin gracia. Sí, quizás no siempre sostengo los techos de las casas o las repisas de las librerías, como ellos... pero soy tan fundamental como los marcos conceptuales que tiene toda teoría para explicar cualquier parte mínima del mundo. Soy tan bella como cualquier óleo sobre tela para el que sabe ver a través de mí. Imprescindible: si  no estoy en la habitación que en este instante ocupa el hombre del que a continuación les hablo, él vive triste (si a esa duración de su existencia puede llamársele, en mi ausencia, vida). "El señor" no puede respirar en paz sin que por mí se le moje con la lluvia la cara, sin que yo permita que le despierte el sol. Por mí, sólida, perenne, punto de referencia para hablar de cualquier minúsculo insecto allá afuera, el hombre-diablo (ahora, en esa silla desde donde escribe lo que yo le dicto) se siente protegido y en contacto con lo demás del mundo, a la vez. Hago sonar al unísono la existencia de este personaje nuestro y el canto de los pájaros. 

Puede que esta dependencia de mí, esta necesidad de mí que tiene el hombre, le haga quererme. Recién bañado o sudoroso, café en mano o codos sobre mi base, se ha posado en mí, percibe el vaivén de las espigas de pasto corriente, amarillas de sol, inquietas de viento; escudriñó los nopales viejos y sus espinas secas; se llenó de olor a yerba tardía los pulmones (creo que la inquietud le goteaba en el corazón y un suspiro lo se lo vaciaba). Ha seguido con la vista los zanates que pintan trayectorias en mis cristales y las tórtolas que se van, diciéndome: voy hacia allá, "hacia la casa de ella"... No le he tenido, como otros días, al escritorio, echando de cuando en vez un vistazo hacia mí o lanzándome humo de alquitrán que me causa cosquillas. No le he visto con paz, ése es el punto. Codos separados, manos bajo la mandíbula, los ojos se le iban en las patas de las palomas y miraba sin parpadear la calle. No le perturbé. Después de recorrer sus párpados, sus pestañas de "tejabán" (no quiso explicarme, pese a mis ruegos, la razón de la metáfora), logré saber lo que sucedía: 

que hacia allá se iba el corazón por las noches, 
que a resbalón de ojo recorría de nuevo ese camino,
que esperaba impaciente el escándalo del teléfono
(palabras de mujer, certeza de un arribo),
que hoy, en un ratititito más, llegaría ella. 

No fue, para mí, metal pintado de negro, cristal en que la luz se despedaza en miles de colores, razón para acongojarse. No lo fue hasta que el teléfono volvió a sonar, hasta que escuché cierre de puertas y ruido de llaves, que llegó a mí el entendimiento: hay objetos que todos los días desfilan ante mí, que siempre han de estar... Si alguno de estos días dejara de surgir el sol, definitivamente lo extrañaría, definitivamente yo estaría ansiosa si, entonces, una señal (la falta del canto del grillo, el grito del gallo, el sonar de un teléfono) me dijera que lo volveré a ver. 

El hombre-diablo corre, calle abajo (y feliz, digo yo... yo lo estaría), porque él, a diferencia de mí, puede ir a tocar su sol. 

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