Cuaderno de sentimientos diabólicos
varios, propios y ajenos,
en este constante pedalear por la vida...



21 jun 2012

Las raíces

Siempre llegamos a donde nos esperan. 
José Saramago

Las películas. Los viajes en el tiempo. No recuerdo en qué momento me surgió la duda que encauzó la búsqueda de la que ahora escribo (la historia de tu abuelo, niña de mi corazón, me motivó a recordar a los míos), quizás desde que una de las tantas historias que papá nos contaba al comedor, tuvo que ver con ello. Siempre le han gustado las sobremesas, platicar de 'la vida' (así, en toda su generalidad) con sus hijos. Entre más uno jalaba al hilo de las imágenes de lo que nos iba contando, más desenredaba él los detalles en las historias. Así, se nos aparecieron fantasmas, paisajes llenos de yerba, caminos a oscuras en que la terracería del suelo reflejaba la blancura de la luna, jarras con café, agua de chile, noches de llanto, pan de azúcar derretida en el canasto que colgaba del techo (a donde no alcanzaban a subir los ratones), desvelo y soledad de un niño que durante los cuentos veía en los propios una imagen y semejanza. La desesperación de mamá al no poder levantar la mesa y dejar la cocina tan pulcra como siempre le ha gustado verla.

La niñez de mi padre transcurrió entre muchas dificultades, pero le dejó en la piel una sensibilidad y noblezas terriblemente grandes. Un Comitán en sus ojos, que vieron muchos lugares y dejaron en él tanto qué decir, tanto qué contar. 

Un oficio: bolero. ¿Cuántas cosas no conoce una persona que le limpia los zapatos a la gente? Señalando con el dedo: aquí habían muchos árboles, los carros no pasaban por esta calle y en 'ésta' parte del parque proyectaban películas; los domingos siempre hubo gente en la iglesia, aquí vendían pozol, en el Mercado Viejo siempre han vendido atol. Le gustan las películas de vaqueros. Y cuando no llegaba el cine hasta él, él iba en su búsqueda cuando durante el día había ganado lo suficiente para comerse un salvadillo con temperante y pagar la entrada. Ya sabía que al llegar a casa recibiría regaños y golpes, pero bien valía la pena. Era la pobreza la que lo obligó a trabajar desde pequeño.

El trayecto a su casa, caminante insomne, también traía imágenes maravillosas: ésa subida hacia el barrio La Cueva no estaba pavimentada, así como se miran esos grandes terrenos baldíos (árboles y ramas por doquier, sin luz, sin un alma rondando por ellos), así se veía toda esa zona; había que seguir una vereda y 'ahí espantan'. El Chumis, ese árbol grande que ahora es el único vestigio de la yerba que hacía de las suyas, era una referencia, señal de que uno ya iba a llegar. El miedo nos llegaba cuando platicaba que en una de sus ramas, ya alta la noche, se aparecía la silueta de un hombre ahorcado, del que siempre hablaban los señores que por allí vivían. O aquél perro enorme que arrastraba una cadena, El Cadejo de las leyendas que también se escuchan en Guatemala... El charro alto sobre aquél caballo tan grande al que llaman Sombrerón. La omnipresente Llorona y su '¡ay, mis hijos!'.

Luego, eran frecuentes las remembranzas de su padre, el que bebía mucho y 'trabajaba' de albañil, el que se llamaba igual que nosotros dos: Rubén. 'Tu abuelito' nos decía, que tantas veces los corrió de casa con violencia a él, sus hermanos y su madre, el que de joven era muy fuerte y severo y violento. Abuelito Rubén, que nunca supo cuándo nació ni cómo, que hablaba de su madre, Abuelita Petrona, 'Abuelita Peto', y del padre desconocido, 'Conrado Águeda', así, sin diminutivos en el nombre, sin el 'abuelito', porque poco se sabía de él. Uno sentía curiosidad, entonces, por sus raíces: ¿quíen era el tal Conrado, el bisabuelo? Lo extraño fue que del lado de mamá, nada se sabe de los bisabuelos, porque la historia se va para Guatemala y no pudimos (o no hubo voluntad de) seguirla con mi madre... y el asunto terminaba allí, poco se hablaba al respecto. En cambio, Don Rubén (como le decía mamá a mi abuelo) platicaba que su padre fue 'un español', que había llegado a México junto con los telégrafos, que el apellido 'Águeda' venía por él.

No podía hacerse mucho en Comitán, nunca pude entrar al Archivo Municipal. Sin embargo, tras repetidas pláticas de papá sobre sus 'primos' que también llevan el apellido, hubiese sido extraño no toparme con uno de ellos. El encuentro llegó en uno de los concursos de Física de la preparatoria, en la Biblioteca Municipal. Ingeniero, de nombre Mario, preguntó por curiosidad sobre mis padres y mi abuelo. Conrado había tenido otro hijo con otra señora: Antonio. Papá nos había hablado de él como 'El tío Tono', y de los demás hermanos y medios hermanos de abuelito Rubén que alguna vez visitamos en Las Margaritas. El tío Tono no había sido más que una plática.

Frecuenté a Mario poco después (él es una especie de tío mío) y lo vi en pocas ocasiones. El motivo: las Matemáticas. No pude evitar preguntar dónde vivía mi tío-abuelo ni visitarlo. Seguí el camino que Mario me señaló y le encontré al viejecito tierno sentado en una banqueta. Poco elocuente, tímido, como yo era entonces, no hablé mucho con él. Recuerdo que quiso saber quién era mi padre, preguntó por su hermano: ¿cómo está Rubén? Tras un 'bien, lo visitamos cada poco tiempo', no se dijo más. Poco después me fuí de Chiapas.

Dejé relegado el asunto durante mucho tiempo. Ya en México, de nuevo por las Matemáticas y mi afición por la Historia y la Filosofía (y la necesidad de dinero), conseguí una beca en un Instituto de la Universidad, dedicado a estudios interdisciplinarios en Ciencias y Humanidades. Yo debía indagar sobre las posibles manifestaciones de la Física en México y terminé con un permiso (una credencial), guantes de látex y cubrebocas, para ingresar al Archivo General de la Nación. No fui competente para el trabajo que se me encomendó (porque poco a poco la curiosidad me alejó de la razón por la que fui enviado allí) y poco logré aprender durante el poco tiempo que estuve, pero me dejó experiencias invaluables.

Alojado en el Palacio de Lecumberri, caminar por sus pasillos, conocer a un historiador y platicar con él, escuchar sobre el oficio de quien hace la Historia (en este caso, la de México), fue fascinante. Los jardines que se miraban por las ventanas, el edificio enorme que algún tiempo fue una cárcel y que ahora alberga nuestra memoria en pedacitos, esperando a ser develada y organizada; la prisa de los investigadores que se disputaban los archivos a sus colegas, para leer algo antes que los demás y sacar conclusiones... y ganar en la publicación. Las cajas llenas de archivos que personal con batas azules colocaban frente a mí, con papeles acidificados por los años que había que tomar con demasiada delicadeza: telegramas en los que, durante el Porfiriato, se ordenaba a un ingeniero viajar lejos de la capital, porque se le necesitaba en la nueva estación de ferrocarril... rúbricas a pluma fuente y muy elaboradas, como las eran en esos años; sellos, grabados, tinta que ya no se veía, papel quebradizo. Fue fascinante. Si meter la mano en el baúl de doña Emilia era emocionante, hurgar en estos archivos fue toda una experiencia.

Decretos en los pasillos, los 'Sentimientos de la Nación' de Morelos en un vitral y otros tantos decretos expedidos por el señor a quien nunca lo movió el viento: Juárez. Uno podía perderse en aquella inmensidad, escudriñando en los propios recuerdos de los cursos de Historia de la primaria, construyendo para uno mismo imágenes de lo que la vida pudo haber significado, en vestidos muy adornados y trajes de levita con sombrero, en años anteriores. Frente a tanto pensamiento de ésos, tanta novedad, el asunto de mi 'bisabuelo español' no me había pasado por la cabeza.

Una mañana, frente al mostrador donde se debían dejar los objetos antes de ingresar, un señor ya entrado en años, muy alto, muy canoso y de piel clara, vestido de pantalón beige ligero, zapatos cafés y camisa blanca de puños recogidos a mitad del antebrazo, tras un '¿en qué le puedo servir?' de quien nos atendía, extendió un papelito: quisiera saber quién fue mi abuelo, éste era su nombre, ¿dónde puedo preguntar? El mostrador era pequeño y muchos investigadores iban llegando; había que hacerse a un lado para no estorbar. Yo, sorprendido por el suceso, bien abiertos los ojos y sin moverme, estaba estorbando el paso. Me alejé y no escuché lo que se le respondió al señor. Tengo un vago recuerdo y resbalo entre un: sólo puede acceder a los archivos con un permiso... y un: mi compañero lo atenderá. Un momento de lucidez me siguió camino a solas hacia la sala del catálogo: ¡aquí puedo averiguar quién fue mi bisabuelo! Y luego tres o cuatro días de búsqueda entre papeles y catálogos electrónicos: 'Ingrese palabra a buscar'... 'Conrado Águeda'... listas interminables de archivos en la pantalla en las que aparecía o Conrado o Águeda. El telegrama que menciono arriba, traía el nombre de un ingeniero de apellido Águeda, pero no se llamaba Conrado. Preguntas a los hombres de batas azules, respuestas vagas: no todo el archivo está catalogado electrónicamente. Búsquedas infructuosas, obsesión que me llevó a no presentar resultados del trabajo que se me encomendó. Fin de la licencia.

No he podido olvidar al señor bien vestido que preguntaba sobre su historia. Cavilaciones varias acerca de la pertenencia de uno a un país, sobre la necesidad de saber sobre el origen de uno, sobre por qué tiene uno esa necesidad, la fascinación por la Historia de México. Búsquedas en internet sobre mi primer apellido, el nombre de una virgen: Santa Águeda y un sitio entre Portugal y España con ese nombre. Otro tiempo largo hasta la escritura de estas anécdotas. Mis exámenes generales para acreditar la maestría dentro de quince días.

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