Anoche, casualmente lo abrí en la página en que iniciaba el prólogo y en vez de prolegómenos al templo de los significados, hallé una advertencia: el tema sobre el que se hablaría en el libro (por si el estimado lector se había hecho una idea del contenido, por si el amable lector había emitido juicios solamente por el título y necesitaba ser desengañado), un repaso sobre lo que llevó al autor a vagar por aquellos caminos... Lectura en voz alta, papel amarillento... brincó la mano del papel hacia mis pequeños cabellos, sin despegar del documento la vista... y los escenarios se me mezclaron... y repasé la vida.
En ese momento, sentado ante la misma mesa en que había platicado con Ella, solamente frente a un café ahora, luz en una sola pieza sobre los hombros, este diablo estaba triste, procuraba distraerse y no pensar en la angustia... y se halló, en poco tiempo, en los laberintos de su voz (del mismo modo en que se halló muchas veces en su propio canto a capella, visión en el espejo de sus propios sonidos, terapia ocupacional que lo situaba frente a sí mismo). El Diablo paseaba por laberintos que le llevaron hacia los jardines bien cuidados de las buenas memorias. Estaba ahí, sentado, otra vez a los 14, en una mesa solitaria de alguna biblioteca ya olvidada, a la luz de una tarde de hojas y sobras de árboles, de ramas y rayos amarillos en las persianas hacia la derecha... un libro de pastas gruesas desparramado en la superficie plana, los brazos a los lados, el anular de la mano derecha (dedo-corazón) remodelando el mundo imaginado correspondiente a cada página. Hizo lo que no se puede sino en la memoria: volver, recordar lo que sentía... y volver a sentir. El Diablo recordó un instante de felicidad... y volvió, lo que duró ese mismo instante, a ser feliz como lo fue entonces.
La miró (a ella, su felicidad juvenil) y le revisó los bordes, las caras, esa pureza sui géneris y el polen de esa flor que su boca bautizó como una especie de paz. La contempló en las manos, le dio vueltas... no quiso destaparla.
Gota de azul de metileno en vaso de agua limpia, la alegría se diluyó en el pesar y perdió su color: le pareció mucho ya el tiempo entre un instante de felicidad y el que acababa de suceder gracias al recuerdo. Un sorbo de café le devolvió a la realidad amarga y ácida de esa noche. Cerrado el libro y advirtiéndole la textura en las manos, mirándolo sin pensar en él... así le jaló las riendas al burro sin mecate del pensamiento: ¿hace cuánto que no ha vuelto a ser así de feliz?
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