Está usted cordialmente invitada a pasar al callejón de los golpes. ¿Ya ha estado allí?, ¡20 años!... Llamaban a la puerta. Daban las 2 de la tarde, era 25 de julio y desde hacía dos semanas, no ha habido noche en que Sofía no despertara con el corazón exaltado. -¡Adelante!, dijo alzando la voz… pero del otro lado, nadie giraba la manija. Se había cansado de las sombras amorfas, del miedo con frío, del sobresalto por la noche que le dejaba el sudor helado sobre el cuello y el dolor de estómago que no la dejaba volver a dormir.
Comenzaba a sufrir sin saberlo, a soportarse por costumbre, a destapar la mente cuando se le abrían los ojos. Luego, seguía un Dios sin rostro en el techo, la cólera de su sueño olvidado y el recuerdo de su padre que siempre inflamaba su corazón. El insomnio no la dejaba pensar con claridad, pero el tiempo (misericordioso) hacía fluir las horas, tras el ardor de los ojos, el sudor seco y el hielo de la madrugada. Libre del colchón de su cama, se recostaba de lado sobre el sillón y se entretenía con las formas de los libros en las repisas. En el escritorio, la luz de Luna que se mecía por las cortinas. ¿En qué momento se permitía pensar en el hombre que no tenía? Al sollozar por su padre, al comienzo del amanecer (una especie de inicio de algún principio), la soledad, como la oscuridad, ya no importaban… y con la cabeza baja y las manos en la espalda, se iban. Se decía: de nuevo las 6 menos cuarto, y para todo el mundo, la vida vuelve a comenzar. Otro día y ella se sentaba para poder despertar.
Se asomaba a la ventana, con la misma curiosidad de cada vez. Le alegraban las nubes azules, la promesa de frío matinal, la luz encendida en las habitaciones enfrente. Le alegraba el amanecer. Palpaba su estómago vacío, dolorido, sentía sed. La nostalgia era quizás quien había llamado a la puerta: la espera de los días… ella esperaba los días, en que por fin cambiara algo, en que su mente dejara de retorcerle la imagen que de ella tenía la gente allá afuera. Esperaba (le habían dicho: otra cosa no puedes hacer), cuando las noches no le dolieran tanto, en que dejara de ser tan libre, de estar tan sola y, ¿por qué no?, de enamorarse de aquél muchacho que la visitaba en sueño, sin el frío ni el espanto. No sabía (convencida estaba) si los momentos llegaban, si había que esperar. Pero en la ignominia de su cuarto, había nacido desnuda y con el corazón hinchado, sólo para el amanecer.
Estaba encerrada, llevaba así varios años. Encerrada, en su propia casa, porque (decían los señores aliñados y olorosos a perfume) que estaba loca. Ése día, a las dos de la tarde, el corazón le brincaba porque desde hacía dos semanas sus sueños no dejaban de ser pesadillas. Los elefantes eran enormes, sobre suelos rugosos que se convertían en extremadamente lisos, bolas de cristal gigantes que se rompían al toque con la minúscula aguja, la misma que tenía a veces en los dedos y que se había quitado del brazo cuando el perro de trompa de alcatraz, el hermoso perro café con la trompa de alcatraz, le había mordido el dedo con los dientes de los ojos. ¿Por qué su vida se había vuelto así?, ¿por qué cuando despertaba con el calor sentía las ganas enormes de sentarse al escritorio a leer esos viejos libros?
Fueron palabras de sus propios labios (de esos rojos y hermosos labios), palabras que siempre recibí con extrañeza, con dolor, pero que nunca le manifesté. La visitaba todas las mañanas de los domingos, cuando su padre le ponía un vestido y yo sabía que ella le había pedido mostrarse bella solamente para mí. La veía sonreír al llegar, mientras le pedía permiso para entrar a su habitación. Casi siempre me reconoció y varias veces me halagó al quererme tener en su realidad, porque para ella éramos nada más que un hermoso sueño. Otras pocas tuve que volver a presentarme, a pronunciar mi nombre y mis apellidos, porque la memoria le hacía malas jugadas, porque se olvidaba de mi rostro, de mi olor y mis manos… Y yo tenía que exprimir mi creatividad para evitar los enojos que la proximidad de aquél extraño le producían.
Era muy grato verla, las horas se volvían agua y se nos escurrían por los dedos. Siempre fuimos dos personajes de la misma novela y a ratos yo fingía ser ella y ella, yo. Mezclaba remembranzas, con sueños e imágenes de los textos que había leído. Pero todo tenía coherencia, los objetos tenían vida, los adjetivos cambiaban de lugar en sus palabras, las cosas se volvían verbo y las acciones, sustantivo. Los perros seguían siendo perros, la luna era un gran queso y las historias tenían la lógica de las pinturas de Dalí. Era fascinante contemplarla, recibir los fonemas de su garganta, besar sus labios cuando todo yo me convertía en amante furtivo que (ella había visto) había saltado de la calle hacia su ventana. Vivía enamorado de ella, de su locura, y me sorprendía tanto la gran necesidad de tenerla junto de mí, en mi habitación, una que otra noche.
La veía llorar al partir, me sorprendía tratando de convencerla de que nos veríamos pronto otra vez, en sus sueños. La veía en su sofá, la capa de lágrimas en sus ojos como transparente cristal… y a mí se me acababa la vida. En verdad la amaba, de verdad me dolía que la cordura aún no me dejara entrar a escondidas a su casa y robármela para cuidar de ella todos los días.
La última vez que la ví, cuando en mi regazo me dijo entre sollozos sobre ‘el callejón de los golpes’, no soporté tanta opresión en mi corazón y me eché a llorar. No me había importado recordarle quién era yo, ni que pudiera verla sólo los domingos, convertirme en una realidad imaginaria para estar con ella, pero ese momento no lo soporté más. Quise huir, correr con todas mis fuerzas hacia ningún lugar. Y de alguna manera lo hice. Salí de allí, llorando, bajo los mismos sauces, pero esta vez no volteé hacia atrás.
Seguí preguntando por ella las dos siguientes semanas, hablando con su padre (el que, según ella, vivía solamente en sus sueños). No quise verla de nuevo y ella olvidó otra vez quien era yo, porque tampoco volvió a preguntar por mí. Aunque seguí al pendiente de ella.
- Señor Luis, ¿por qué Sofía debe permanecer así? Y me encontraba siempre con la misma respuesta. Dolía en el pecho, calaba hondo salir de su casa, pisar las hojas secas bajo los sauces, voltear hacia atrás y verla agitar con vehemencia el brazo derecho, sobre su ventana, tan hermosa siempre con aquéllos vestidos, sólo para decirme adiós. ¿Por qué no podía llevarme a Sofía conmigo? Me mentí siempre con la respuesta equivocada. No estaba loca, a ella le quedaba claro, ella lo sabía. Hablaba siempre de sus propios fantasmas, de sus demonios, sin tapujos. Gustaba en hacer las cosas a la inversa: la realidad para ella eran los sueños, su locura era en realidad el gusto de gritar todo aquello que la gente no es capaz de decir y prefiere callar.
Se asomaba a la ventana, con la misma curiosidad de cada vez. Le alegraban las nubes azules, la promesa de frío matinal, la luz encendida en las habitaciones enfrente. Le alegraba el amanecer. Palpaba su estómago vacío, dolorido, sentía sed. La nostalgia era quizás quien había llamado a la puerta: la espera de los días… ella esperaba los días, en que por fin cambiara algo, en que su mente dejara de retorcerle la imagen que de ella tenía la gente allá afuera. Esperaba (le habían dicho: otra cosa no puedes hacer), cuando las noches no le dolieran tanto, en que dejara de ser tan libre, de estar tan sola y, ¿por qué no?, de enamorarse de aquél muchacho que la visitaba en sueño, sin el frío ni el espanto. No sabía (convencida estaba) si los momentos llegaban, si había que esperar. Pero en la ignominia de su cuarto, había nacido desnuda y con el corazón hinchado, sólo para el amanecer.
Estaba encerrada, llevaba así varios años. Encerrada, en su propia casa, porque (decían los señores aliñados y olorosos a perfume) que estaba loca. Ése día, a las dos de la tarde, el corazón le brincaba porque desde hacía dos semanas sus sueños no dejaban de ser pesadillas. Los elefantes eran enormes, sobre suelos rugosos que se convertían en extremadamente lisos, bolas de cristal gigantes que se rompían al toque con la minúscula aguja, la misma que tenía a veces en los dedos y que se había quitado del brazo cuando el perro de trompa de alcatraz, el hermoso perro café con la trompa de alcatraz, le había mordido el dedo con los dientes de los ojos. ¿Por qué su vida se había vuelto así?, ¿por qué cuando despertaba con el calor sentía las ganas enormes de sentarse al escritorio a leer esos viejos libros?
Fueron palabras de sus propios labios (de esos rojos y hermosos labios), palabras que siempre recibí con extrañeza, con dolor, pero que nunca le manifesté. La visitaba todas las mañanas de los domingos, cuando su padre le ponía un vestido y yo sabía que ella le había pedido mostrarse bella solamente para mí. La veía sonreír al llegar, mientras le pedía permiso para entrar a su habitación. Casi siempre me reconoció y varias veces me halagó al quererme tener en su realidad, porque para ella éramos nada más que un hermoso sueño. Otras pocas tuve que volver a presentarme, a pronunciar mi nombre y mis apellidos, porque la memoria le hacía malas jugadas, porque se olvidaba de mi rostro, de mi olor y mis manos… Y yo tenía que exprimir mi creatividad para evitar los enojos que la proximidad de aquél extraño le producían.
Era muy grato verla, las horas se volvían agua y se nos escurrían por los dedos. Siempre fuimos dos personajes de la misma novela y a ratos yo fingía ser ella y ella, yo. Mezclaba remembranzas, con sueños e imágenes de los textos que había leído. Pero todo tenía coherencia, los objetos tenían vida, los adjetivos cambiaban de lugar en sus palabras, las cosas se volvían verbo y las acciones, sustantivo. Los perros seguían siendo perros, la luna era un gran queso y las historias tenían la lógica de las pinturas de Dalí. Era fascinante contemplarla, recibir los fonemas de su garganta, besar sus labios cuando todo yo me convertía en amante furtivo que (ella había visto) había saltado de la calle hacia su ventana. Vivía enamorado de ella, de su locura, y me sorprendía tanto la gran necesidad de tenerla junto de mí, en mi habitación, una que otra noche.
La veía llorar al partir, me sorprendía tratando de convencerla de que nos veríamos pronto otra vez, en sus sueños. La veía en su sofá, la capa de lágrimas en sus ojos como transparente cristal… y a mí se me acababa la vida. En verdad la amaba, de verdad me dolía que la cordura aún no me dejara entrar a escondidas a su casa y robármela para cuidar de ella todos los días.
La última vez que la ví, cuando en mi regazo me dijo entre sollozos sobre ‘el callejón de los golpes’, no soporté tanta opresión en mi corazón y me eché a llorar. No me había importado recordarle quién era yo, ni que pudiera verla sólo los domingos, convertirme en una realidad imaginaria para estar con ella, pero ese momento no lo soporté más. Quise huir, correr con todas mis fuerzas hacia ningún lugar. Y de alguna manera lo hice. Salí de allí, llorando, bajo los mismos sauces, pero esta vez no volteé hacia atrás.
Seguí preguntando por ella las dos siguientes semanas, hablando con su padre (el que, según ella, vivía solamente en sus sueños). No quise verla de nuevo y ella olvidó otra vez quien era yo, porque tampoco volvió a preguntar por mí. Aunque seguí al pendiente de ella.
- Señor Luis, ¿por qué Sofía debe permanecer así? Y me encontraba siempre con la misma respuesta. Dolía en el pecho, calaba hondo salir de su casa, pisar las hojas secas bajo los sauces, voltear hacia atrás y verla agitar con vehemencia el brazo derecho, sobre su ventana, tan hermosa siempre con aquéllos vestidos, sólo para decirme adiós. ¿Por qué no podía llevarme a Sofía conmigo? Me mentí siempre con la respuesta equivocada. No estaba loca, a ella le quedaba claro, ella lo sabía. Hablaba siempre de sus propios fantasmas, de sus demonios, sin tapujos. Gustaba en hacer las cosas a la inversa: la realidad para ella eran los sueños, su locura era en realidad el gusto de gritar todo aquello que la gente no es capaz de decir y prefiere callar.
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