Allá, sobre la esquina del librero, la rana de los ojos grandes y dos pies izquierdos; aquí, yo, sintiendo frío. No se ha dado cuenta que mis ojos se posaron sobre ella mientras tocaba su acordeón, que la contemplo desde lejos, como (me da por sentir) la vería cualquier ser con entrañas, que tenga para ella siquiera un hervor en su corazón. Y así como las madres que pasan cuesta abajo por la calle, las señoras que caminan aprisa en el empedrado de mi calle muy de mañana, tiran del brazo de sus hijos, el pensar en la animosidad del amor me llevó las pupilas hasta donde Óscar acostumbraba estar.
Hace algún tiempo ya, solía ver a la rana y a Óscar deambular por la estancia. La rana siempre tocando, sus ojos grandes recorrían toda la habitación, mirando no sé qué: sonriendo, siempre sonriendo. Óscar decía (me decía) que todo él se estremecía por dentro al verla: se ponía como loco, se escondía en el buró de los discos, saltaba de entre las pilas de papeles. En algunos intentos por no ser visto, por no delatarse ante su amada, se le caía el overol rayado, de salto en salto por el estante de los libros, se le empapaba de literatura barata (la única que he podido comprar) y tenía que colgarlo a secar en la lámpara del escritorio.
La esperaba, Óscar siempre la esperaba, con la mirada fija hacia el librero, como esperándolo todo y teniendo nada, como los nardos o las enredaderas en los balcones de la muchacha hermosa color de canela, de rasgos finos, que vive a la otra esquina desde donde siempre escribo. Boca arriba, sobre los libros, buscaba aquéllos ojos negros de migajón, mordíase los brazos de trapo al verla pasar. La esperaba, siempre la esperaba, cuando sabía que no habría de llegar. Se le caían los botones, desvelaba los días, a las diez de la mañana, a las dos de la tarde, a la medianoche, mirando en el techo los anillos del cabello de su amada, soportando el embrujo que le había hechizado el pasado y le alegraba la vida del tiempo que habría de venir.
Me dolió ver a Óscar cabizbajo, cual pájaro de alas cortadas, cuando quiso salir corriendo y huir a donde fuere, donde pudiera a amar el recuerdo de su rana, lo único que le había quedado para sí desde que la rana lo despreció. Ése día (ese fatídico día) diezmó la paciencia, esa noche de aquél mismo día se echó a llorar. En su naturaleza de peluche lloró bajito todo el plástico de los ojos, lloró por dentro, sintiendo el apagón de los sueños, el derrumbe de sus anhelos en el pecho. Escondió su última lágrima en el bolso del overol y echó un último vistazo al techo, hacia aquéllos anillos en aquél cabello. Suspiró. Pero no la encontró ahí. Ella caminaba hacia él, sólo con pasos de pie izquierdo, extendía los brazos hasta donde la piel de tela le dejó y lo abrazó. Óscar tuvo a su musa en los brazos, muy junto de la tela de su corazón. Le besó la mejilla verde y, por primera vez, se miró en sus ojos. No podía vivir. Supo en ese instante que su cuerpo de peluche y el alma de estopa habían sido cosidos para esa rana de migajón, que sus ojos de plástico siempre desvelarían los sueños por esa muñeca verde de ojazos negros. Óscar, el oso de overol, se había enamorado otra vez.
¿Qué se habían dicho en aquél encuentro? ¿Qué saetas habían lacerado todo el amor de cargaba a cuestas mi oso de peluche? Algo muy triste debió ser, porque Óscar dejó de mirarme, de hablarme, de curiosear mis textos y se encerró en un silencio tan atroz como la misma ignominia de las palabras de la rana durante su abrazo. Una mañana lo eché a la mochila y habrá partido hacia algún lugar muy lejano (una distancia, un ‘lejos’ medido en pies flácidos de cinco centímetros) porque no ha regresado. La rana sigue aquí, con su piel de migajón, sus piernas sin volumen, sus dos pies izquierdos. Ahora está allí, sin inmutarse (con los mismos gestos de la muchacha de rasgos finos de la otra esquina cuando me ve), sentada sobre el reloj despertador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escriba aquí sus opiniones.