Y sucedió la entrevista. Llegó el día sin que me diese cuenta. Tras los buenos deseos de Manuel antes de salir de casa, me bajé del camión, caminé por el estacionamiento, pasé entre varios muchachos y se me pegaron trozos de sus charlas… llegó el olor del café y pensé en comprarme uno al salir, di vuelta a la izquierda, subí las escaleras, busqué el letrero “Coordinación” y, acalorado, fui el tercero en llegar. Eran las 5:25, 5 minutos temprano.
Cuando me recosté en el sillón sentí nervios, los que sentía en las premiaciones de los concursos, los que se apoderaban de mí cuando al salir de la escuela veía pasar a la niña que encendía mi corazón a los 14 años. Los mismos nervios que me inquietaban el cuerpo completo cuando había hecho una travesura y papá acababa de llegar a casa. Todas las imágenes se me sucedieron al unísono al sentarme en el sillón. Respiré hondo:
- Buenas tardes.- Siéntese, por favor.
- Ah, muchas gracias.
Y fue la hora de la verdad. Quería sacar de un tirón el montón de ideas que tenía en la cabeza… quería expresarlo todo en una sola morraleta de palabras: ¿cómo decirle lo que pasaba por mi mente en tan sólo 15 minutos, si me preguntaba para qué quiero conocer mejor el español? Fueron tantos sueños los que me desfilaron por el cacumen, tantos planes, ideas que me entusiasmaron (de las que no se puede hablar, porque se velan como las fotografías), mientras doblaba y desdoblaba la esquina de mi carta de exposición de motivos. Hice a un lado lo que no era pertinente y articulé mis palabras. Todo pasó muy rápido, o muy lento: menos es el tiempo cuanto más son los pensamientos que se depositan en él.
Por supuesto, pasé por el café, lo deposité en mi boca y al verme fuera del edificio, advertí que el espasmo seguía en el mismo lugar dentro de mí. Ah, sí, sentado ante la biblioteca, con un cigarro en la mano, tuve paz.
Caminé a casa desde allí y fue gracioso: “El filósofo viaja a pie”, decía el tal Pitágoras… a buena hora lo recordé. Y desde ese instante, no he hecho más que esconder la incertidumbre bajo el sillón de mi habitación, donde no se vea, donde se me olvide, donde deje de corroer mi alma, hasta que llegue el 24 de mayo.
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