Ya no es la misma, puedo sentirlo. Bueno... no ha pasado mucho tiempo desde que la encontré (o me encontró, no puede saberse con certeza) en el café de siempre, es cierto. Pero ha cambiado un poco. Me llegaron al corazón de pollo sus ojos grandes y sus maullidos. No voy a hacer el cuento largo: me la ofrecieron, me la regalaron. La traje a casa.
Se me ocurrió casi de inmediato llamarle "Naila", como la canción oaxaqueña, como el nombre de mujer que significa (en zapoteco) "ojos grandes". No se ha quitado de la ventana desde que llegué... no se cansa de mirar al cielo.
Como todas las veces que abro la ventana de la cocina y me preparo de desayunar, mira los árboles y su lento mecer desde el suelo al lado de mis pies. Me gusta contemplarla así: quieta, ¿pensativa?, observando. No conoce mucho del mundo de allá afuera, temo que dejarla salir signifique no volverla a ver.
Ahora ronronea en la ventana. Se le ven graciosas las orejas y los bigotes largos... su silueta por detrás. Ya la quiero. Depende de mí. La cuido. La mimo después de comer cuando quiere dormirse. Me hace compañía.
Ni ella ni yo somos, esta noche, los mismos. Ella ha crecido un poquito, yo he dejado de escribir. De escribir bien, de escribir algo que me guste, desde hace un tiempo, tiempo en que no he leído nada que no sean Matemáticas... y la parte alada de mi alma ha perdido condición. ¿Me explico?: yo antes miraba hacia el horizonte como la gata... y extraño esos días.
Vámonos a dormir, Naila. Aunque mi alma (¿y la tuya?) no hayan andado mucho el día de hoy como para tener sueño.
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